Cuando Roy llegó a la taberna
sólo Silio y su mujer estaban en ella, Sinda en la cocina y el tabernero en el
huerto situado en la parte trasera de la casa, juntando dos grandes mesas bajo
el emparrado. Al ver éste quién se asomaba por la puerta que daba a la taberna,
una sonrisa apareció sorprendentemente bajo sus gruesos bigotes.
– ¡Pero si es Roy!. Muchacho, creía
que se te había olvidado que tienes convidados.
– ¡Qué se me va a olvidar! ¿No has visto
el salmón que he traído?
Silio se reía a grandes
carcajadas. «Pues claro que lo he visto. ¿Como podría dejarlo de ver si es
enorme?»
El tabernero avanzó a grandes
zancadas hacia Roy dispuesto a darle la bienvenida. Éste retrocedió ágilmente,
esquivándole.
– Silio, estate quieto, no
quiero que me rompas una costilla si me das un abrazo.
El tabernero era un hombre
notable y de una complexión física más notable aún. Siendo Roy un joven alto y
fuerte, parecía poca cosa comparado con él. Tratando de apartarse, Roy tropezó
con uno de los bancos de madera, cayendo de espaldas sobre una mesa y acabando
con el gigante sujetándole a ella por los hombros.
– ¡Para, Silio, que me vas a romper
un hueso!
– ¡Ríndete, godo, o eres hombre
muerto!
Roy levantó bruscamente su rodilla
golpeando con mesura la ingle del tabernero. Éste dio un brinco hacia atrás a
la vez que mascullaba una maldición.
– ¡Cántabro gordinflón, ahora te
voy a arreglar yo!
Cuando Sinda salió de la cocina
atraída por el ruido en el huerto, los dos hombres se cruzaron con ella y se
dirigieron aún forcejeando y riendo hacia el interior en busca de la repisa
donde esperaban los odres.
– Parece mentira, Silio, dijo la
mujer, que seas tan chiquillo. Deja en paz al pobre Roy.
– ¿Dejarlo en paz? No sé si él me
habrá desgraciado para toda la vida. Me ha pegado un rodillazo en los . . .
– No intentes impresionarme a
estas alturas, que hasta ahora tampoco te han servido para tanto.
Roy se llenó una jarra del
barril de sidra mientras miraba divertido cómo el tabernero perseguía ahora a
su mujer por entre las mesas. A pesar de su enorme humanidad, Silio se movía
con sorprendente agilidad y habría atrapado fácilmente a Sinda si, en el
momento en que ésta pasaba por enfrente de la puerta, Paulo y Ramiro no
hubieran entrado en la taberna. La presencia de más parroquianos hizo que el
tabernero abandonara sus retozos y, saludando a los recién llegados, siguiese
con la preparación de las mesas.
– Buena noche a todos y sobre
todo a Silio, que ya veo que se la está preparando con tiempo.
Sinda salió a escape para la
cocina y el tabernero se puso a escanciar dos jarras más de sidra. Realmente,
se encontraba a gusto entre aquellos muchachos. No teniendo hijos Sinda y él,
todo su afán era suplir esta carencia con el afecto hacia ellos. Las dos buenas
piezas que acababan de entrar eran canteros como Roy e, igual que éste,
formaban parte de la cuadrilla de Claudio.
Al poco rato el ambiente fue
adquiriendo el tono festivo esperado, a medida que los convidados iban
llegando. Las voces se elevaban y el barril no descansaba, pasando de mano en
mano las jarras llenas de sidra acidilla y fresquita. Silio entraba y salía,
atendiendo como podía a los parroquianos y al salmón que, atravesado por un
espeto, se iba asando lentamente al calor de las brasas de la gran chimenea
situada en un ángulo de la cocina.
Por su parte, Sinda vigilaba la
olla colgada de la negra cadena que desaparecía en el interior de la chimenea.
En su interior hervía la pierna de jabalí junto con las verduras que
proporcionaba el huerto y una buena cantidad de castañas. La carne estaría hecha
dentro de muy poco, el tiempo necesario para poner en las mesas del emparrado
las jarras de vino y el pan.
Al cabo, obedeciendo al vozarrón
de Silio, todos fueron saliendo al huerto y agrupándose alrededor de la gran
mesa. Sabas, el cura de San Andreas, junto con Claudio, Andreas y otros
convidados de edad se sentaron en uno de los extremos. Los jóvenes ocuparon
rápidamente el resto de la mesa, haciéndose sitio ruidosamente. Andreas impuso silencio
y Sabas se levantó para bendecir la mesa:
– Dámoste gracias Señor
Todopoderoso por los manjares que de tu bondad vamos a haber y rogámoste nos
guardes sitio en tu mesa celestial.
Acabada la oración, tomó una de
las grandes hogazas de harina de centeno y fue repartiendo trozos entre los
convidados. El pan, todavía tibio, despidió un fuerte aroma al ser abierto,
aroma que se acordaba con los de la hierba recién cortada y que embebía en
aquellos días toda la aldea.
El maestro Claudio tomo a su vez
la palabra:
– ¡Hermanos, amigos, quiero que me
oigáis unos instantes!. Deseo en primer lugar hablaros de la satisfacción que
me produce estar aquí con vosotros para celebrar con Roy su gran día. Aún me
acuerdo de cuando, siendo él todavía un mozuelo, se colaba en el taller como
una anguila y se pasaba las horas observando el trabajo de los oficiales y
tratando de labrar una piedruca lo mejor que podía con la maza y el puntero que
le había hecho. Con el tiempo fue pasando de aprendiz hasta ser el gran maestro
que es hoy y al que yo ya no tengo nada que enseñar. Levanto mi jarra por ti,
Roy, y que Dios te bendiga.
El resto de la mesa secundó
ruidosamente el brindis hasta que Claudio pidió nuevamente silencio:
– Y para confirmar que sus compañeros consideramos que ha ascendido a la máxima categoría del oficio –Claudio rebuscó
en los bolsillos de su casaca y le alargó un pequeño rollo de vitela–, como maestro
del gremio de los canteros, aquí te entrego, Roy, el derecho a poner tu marca
en las obras que realices. Aunque ya he visto en el claustro de San Lesmes –añadió riendo
con picardía– que no has esperado a que se te entregue este documento.
El joven abrió el pliego y en él
aparecía, después del texto del otorgamiento, una sencilla espiga coronada con
una R. Emocionado, se dirigió a Claudio.
– Es el mejor presente que me
podíais hacer –dijo mostrando a todos la vitela–. Y ya veis –bromeó– que hice
bien en poner mi marca en Ancillo, que si no Claudio no habría sabido cómo era.
– De lo segundo que quiero
hablaros no es, por desgracia, tan agradable, es de la guerra. Todos sabéis que
ésta es inevitable y que dentro de poco tendremos que luchar contra los
invasores si no queremos ser sus esclavos. Pido a Dios que en estos tiempos sin
ley nos dé un caudillo sabio y fuerte que nos guíe y que nos conduzca a
expulsar al infiel hasta más allá del mar. Que Dios así lo quiera.
Estas palabras enardecieron a
los invitados que prorrumpieron en gritos de desafío, gritos atávicos de
guerra, de supervivencia, que habían sido lanzados en demasiadas ocasiones en
el pasado. No en vano los cántabros ya habían rechazado a otros invasores. Los
caldeos no lo tendrían fácil.
Cuando los presentes se dieron
cuenta de que Millán había aparecido como de la nada y permanecía en actitud
respetuosa en frente de Roy, se hizo un brusco silencio. Millán era un siervo
de Alfonso y antiguo esclavo manumitido por su amo, según se decía. Era bien
conocido y apreciado desde que llegó a Rassilie, pero convenía mantenerse
apartado de él si estaba bebido, por su facilidad para atraer broncas.
– El Conde, mi señor, te
saluda, Roy y te envía este presente
–anunció el liberto a la vez que, con una inclinación, le alargaba un
envoltorio–. Me encarga también que te
diga que desea verte mañana en El Viar.
– Dile que allá estaré al caer
la tarde. Ah, Millán, tómate una jarra de vino a mi salud.
El siervo hizo una inclinación y
se retiró a la taberna mientras Roy abría el envoltorio. Una capa de rico paño púrpura
salió a la luz entre exclamaciones de admiración de sus amigos. Roy,
sorprendido, la desplegó y se la puso a la espalda, anudandosela al cuello.
Ahora se hacía patente el ribete de hilo de oro que bordeaba el tejido, el peso
y la calidad del mismo. Era claro que se trataba de una prenda de gran
valor, que sólo los nobles godos se permitían usar.
Roy seguía confundido con la importancia del regalo. Aunque sus relaciones con Alfonso siempre habían sido cordiales durante la construcción del torreón que había encomendado a Claudio y a su cuadrilla y aunque también le había distinguido en alguna ocasión invitándole a su mesa en compañía de su esposa Favinia y de su hija Christina, la riqueza del presente le parecía a él excesiva en relación con el trato que hasta el momento habían tenido.
Sus pensamientos se vieron
interrumpidos por el alboroto provocado por la aparición de Sinda y Silio
saliendo de la cocina, aquella con el salmón descansando sobre una sencilla
bandeja de madera de castaño y éste con una fuentona labrada en la misma
madera, que contenía una humeante pierna de jabalí. Entre vítores de los
jóvenes, las colocaron en las dos cabeceras de la mesa donde se hallaban
dispuestas escudillas de madera, conteniendo unas la salsa para el salmón a
base de cebolla y puerros fritos en manteca, junto con los correspondientes
torreznos, estando llenas las otras de las hortalizas que se habían cocido con el
jabalí.
A un gesto de deferencia por
parte de los mayores, Sabas, después de algunos remilgos sacó de no se sabe
donde un cuchillo, cortó una tajada del salmón, la depositó con mimo en su
plato de madera y la regó con un generoso chorro de gruesa salsa. A
continuación untó un trozo de pan en ella, puso encima otro de salmón,
manejando el cuchillo con sabiduría y, dando un suspiro, cerró los ojos y se lo
llevó a la boca. Se hizo un silencio mientras el buen cura paladeaba y deglutía
el bocado. Al cabo, abrió los ojos y, con su mejor sonrisa, exclamó:
– Gracias Señor
Todopoderoso por haber creado este salmón, por permitir que Roy lo haya
pescado, por iluminar la mente de Sinda y de Silio para que lo hayan guisado de
esta manera deleitosa y, finalmente, por dárnoslo a todos por cena.
– Amen, exclamaron todos,
alargando un bosque de cuchillos hacia el pescado o el jabalí, según la
proximidad de cada bandeja.
Entre vítores, gritos de desafío
y canciones fueron desapareciendo las viandas y el pellejo de vino comenzó a
dar muestras de agotamiento. Andreas, ya bien colocado, trataba de entonar una
canción junto con Claudio, no menos animado. El problema era que la que Andreas
proponía, de la parte de Burgos que era su tierra, no era conocida por Claudio
y viceversa. Al cabo se pusieron de acuerdo en una canta picarona que hicieron
sonar con potente y no mala voz mientras Sabas se hacía el distraído. Al
terminar, Roy insinuó a Andreas:
– ¿Qué tal si nos vamos yendo a la
casa, padre?
– Vete tú, Roy, si ya tienes sueño. Yo me
quedaré un ratico más.
– No, padre, que la madre ya
estará preocupada y me ha encargado que no me vuelva sin usted.
Hubo razones, argumentos,
amenazas, voces, pero al final se impuso la superioridad numérica y Andreas
salió de la taberna flanqueado por Roy y Ramiro y vigilado desde atrás por
Claudio y Mateo, su hijo el mayor. Esta noche, pensó Roy, el padre estaba
volviendo a casa de mejor grado que la última vez, pero siempre tenía que
volver acompañado por cuatro.
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