30 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (IV)

Cuando Roy llegó a la taberna sólo Silio y su mujer estaban en ella, Sinda en la cocina y el tabernero en el huerto situado en la parte trasera de la casa, juntando dos grandes mesas bajo el emparrado. Al ver éste quién se asomaba por la puerta que daba a la taberna, una sonrisa apareció sorprendentemente bajo sus gruesos bigotes.
¡Pero si es Roy!. Muchacho, creía que se te había olvidado que tienes convidados.
¡Qué se me va a olvidar! ¿No has visto el salmón que he traído?
Silio se reía a grandes carcajadas. «Pues claro que lo he visto. ¿Como podría dejarlo de ver si es enorme?»
El tabernero avanzó a grandes zancadas hacia Roy dispuesto a darle la bienvenida. Éste retrocedió ágilmente, esquivándole.
– Silio, estate quieto, no quiero que me rompas una costilla si me das un abrazo.
El tabernero era un hombre notable y de una complexión física más notable aún. Siendo Roy un joven alto y fuerte, parecía poca cosa comparado con él. Tratando de apartarse, Roy tropezó con uno de los bancos de madera, cayendo de espaldas sobre una mesa y acabando con el gigante sujetándole a ella por los hombros.

¡Para, Silio, que me vas a romper un hueso!
¡Ríndete, godo, o eres hombre muerto!
Roy levantó bruscamente su rodilla golpeando con mesura la ingle del tabernero. Éste dio un brinco hacia atrás a la vez que mascullaba una maldición.
¡Cántabro gordinflón, ahora te voy a arreglar yo!
Cuando Sinda salió de la cocina atraída por el ruido en el huerto, los dos hombres se cruzaron con ella y se dirigieron aún forcejeando y riendo hacia el interior en busca de la repisa donde esperaban los odres.
– Parece mentira, Silio, dijo la mujer, que seas tan chiquillo. Deja en paz al pobre Roy.
¿Dejarlo en paz? No sé si él me habrá desgraciado para toda la vida. Me ha pegado un rodillazo en los . . .
– No intentes impresionarme a estas alturas, que hasta ahora tampoco te han servido para tanto.
Roy se llenó una jarra del barril de sidra mientras miraba divertido cómo el tabernero perseguía ahora a su mujer por entre las mesas. A pesar de su enorme humanidad, Silio se movía con sorprendente agilidad y habría atrapado fácilmente a Sinda si, en el momento en que ésta pasaba por enfrente de la puerta, Paulo y Ramiro no hubieran entrado en la taberna. La presencia de más parroquianos hizo que el tabernero abandonara sus retozos y, saludando a los recién llegados, siguiese con la preparación de las mesas.
– Buena noche a todos y sobre todo a Silio, que ya veo que se la está preparando con tiempo.
Sinda salió a escape para la cocina y el tabernero se puso a escanciar dos jarras más de sidra. Realmente, se encontraba a gusto entre aquellos muchachos. No teniendo hijos Sinda y él, todo su afán era suplir esta carencia con el afecto hacia ellos. Las dos buenas piezas que acababan de entrar eran canteros como Roy e, igual que éste, formaban parte de la cuadrilla de Claudio.



Al poco rato el ambiente fue adquiriendo el tono festivo esperado, a medida que los convidados iban llegando. Las voces se elevaban y el barril no descansaba, pasando de mano en mano las jarras llenas de sidra acidilla y fresquita. Silio entraba y salía, atendiendo como podía a los parroquianos y al salmón que, atravesado por un espeto, se iba asando lentamente al calor de las brasas de la gran chimenea situada en un ángulo de la cocina.
Por su parte, Sinda vigilaba la olla colgada de la negra cadena que desaparecía en el interior de la chimenea. En su interior hervía la pierna de jabalí junto con las verduras que proporcionaba el huerto y una buena cantidad de castañas. La carne estaría hecha dentro de muy poco, el tiempo necesario para poner en las mesas del emparrado las jarras de vino y el pan.
Al cabo, obedeciendo al vozarrón de Silio, todos fueron saliendo al huerto y agrupándose alrededor de la gran mesa. Sabas, el cura de San Andreas, junto con Claudio, Andreas y otros convidados de edad se sentaron en uno de los extremos. Los jóvenes ocuparon rápidamente el resto de la mesa, haciéndose sitio ruidosamente. Andreas impuso silencio y Sabas se levantó para bendecir la mesa:
– Dámoste gracias Señor Todopoderoso por los manjares que de tu bondad vamos a haber y rogámoste nos guardes sitio en tu mesa celestial.
Acabada la oración, tomó una de las grandes hogazas de harina de centeno y fue repartiendo trozos entre los convidados. El pan, todavía tibio, despidió un fuerte aroma al ser abierto, aroma que se acordaba con los de la hierba recién cortada y que embebía en aquellos días toda la aldea.
 El maestro Claudio tomo a su vez la palabra:




¡Hermanos, amigos, quiero que me oigáis unos instantes!. Deseo en primer lugar hablaros de la satisfacción que me produce estar aquí con vosotros para celebrar con Roy su gran día. Aún me acuerdo de cuando, siendo él todavía un mozuelo, se colaba en el taller como una anguila y se pasaba las horas observando el trabajo de los oficiales y tratando de labrar una piedruca lo mejor que podía con la maza y el puntero que le había hecho. Con el tiempo fue pasando de aprendiz hasta ser el gran maestro que es hoy y al que yo ya no tengo nada que enseñar. Levanto mi jarra por ti, Roy, y que Dios te bendiga.
El resto de la mesa secundó ruidosamente el brindis hasta que Claudio pidió nuevamente silencio:
– Y para confirmar que sus compañeros consideramos que ha ascendido a la máxima categoría del oficio –Claudio rebuscó en los bolsillos de su casaca y le alargó un pequeño rollo de vitela–, como maestro del gremio de los canteros, aquí te entrego, Roy, el derecho a poner tu marca en las obras que realices. Aunque ya he visto en el claustro de San Lesmes –añadió riendo con picardía– que no has esperado a que se te entregue este documento.
El joven abrió el pliego y en él aparecía, después del texto del otorgamiento, una sencilla espiga coronada con una R. Emocionado, se dirigió a Claudio.
– Es el mejor presente que me podíais hacer –dijo mostrando a todos la vitela–. Y ya veis –bromeó– que hice bien en poner mi marca en Ancillo, que si no Claudio no habría sabido cómo era.
Éste, después de unos momentos de bromas pidió otra vez silencio.



– De lo segundo que quiero hablaros no es, por desgracia, tan agradable, es de la guerra. Todos sabéis que ésta es inevitable y que dentro de poco tendremos que luchar contra los invasores si no queremos ser sus esclavos. Pido a Dios que en estos tiempos sin ley nos dé un caudillo sabio y fuerte que nos guíe y que nos conduzca a expulsar al infiel hasta más allá del mar. Que Dios así lo quiera.
Estas palabras enardecieron a los invitados que prorrumpieron en gritos de desafío, gritos atávicos de guerra, de supervivencia, que habían sido lanzados en demasiadas ocasiones en el pasado. No en vano los cántabros ya habían rechazado a otros invasores. Los caldeos no lo tendrían fácil.
Cuando los presentes se dieron cuenta de que Millán había aparecido como de la nada y permanecía en actitud respetuosa en frente de Roy, se hizo un brusco silencio. Millán era un siervo de Alfonso y antiguo esclavo manumitido por su amo, según se decía. Era bien conocido y apreciado desde que llegó a Rassilie, pero convenía mantenerse apartado de él si estaba bebido, por su facilidad para atraer broncas.
– El Conde, mi señor, te saluda, Roy y te envía este presente  –anunció el liberto a la vez que, con una inclinación, le alargaba un envoltorio–.  Me encarga también que te diga que desea verte mañana en El Viar.
– Dile que allá estaré al caer la tarde. Ah, Millán, tómate una jarra de vino a mi salud.
El siervo hizo una inclinación y se retiró a la taberna mientras Roy abría el envoltorio. Una capa de rico paño púrpura salió a la luz entre exclamaciones de admiración de sus amigos. Roy, sorprendido, la desplegó y se la puso a la espalda, anudandosela al cuello. Ahora se hacía patente el ribete de hilo de oro que bordeaba el tejido, el peso y la calidad del mismo. Era claro que se trataba de una prenda de gran valor, que sólo los nobles godos se permitían usar.



  Roy seguía confundido con la importancia del regalo. Aunque sus relaciones con Alfonso siempre habían sido cordiales durante la construcción del torreón que había encomendado a Claudio y a su cuadrilla y aunque también le había distinguido en alguna ocasión invitándole a su mesa en compañía de su esposa Favinia y de su hija Christina, la riqueza del presente le parecía a él excesiva en relación con el trato que hasta el momento habían tenido.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el alboroto provoca­do por la aparición de Sinda y Silio saliendo de la cocina, aquella con el salmón descansando sobre una sencilla bandeja de madera de castaño y éste con una fuentona labrada en la misma madera, que contenía una humeante pierna de jabalí. Entre vítores de los jóvenes, las colocaron en las dos cabeceras de la mesa donde se hallaban dispuestas escudillas de madera, conteniendo unas la salsa para el salmón a base de cebolla y puerros fritos en manteca, junto con los correspondientes torreznos, estando llenas las otras de las hortalizas que se habían cocido con el jabalí.



A un gesto de deferencia por parte de los mayores, Sabas, después de algunos remilgos sacó de no se sabe donde un cuchillo, cortó una tajada del salmón, la depositó con mimo en su plato de madera y la regó con un generoso chorro de gruesa salsa. A continuación untó un trozo de pan en ella, puso encima otro de salmón, manejando el cuchillo con sabiduría y, dando un suspiro, cerró los ojos y se lo llevó a la boca. Se hizo un silencio mientras el buen cura paladeaba y deglutía el bocado. Al cabo, abrió los ojos y, con su mejor sonrisa, exclamó:
– Gracias Señor Todopoderoso por haber creado este salmón, por permitir que Roy lo haya pescado, por iluminar la mente de Sinda y de Silio para que lo hayan guisado de esta manera deleitosa y, finalmente, por dárnoslo a todos por cena.
– Amen, exclamaron todos, alargando un bosque de cuchillos hacia el pescado o el jabalí, según la proximidad de cada bandeja.
Entre vítores, gritos de desafío y canciones fueron desapareciendo las viandas y el pellejo de vino comenzó a dar muestras de agotamien­to. Andreas, ya bien colocado, trataba de entonar una canción junto con Claudio, no menos animado. El problema era que la que Andreas proponía, de la parte de Burgos que era su tierra, no era conocida por Claudio y viceversa. Al cabo se pusieron de acuerdo en una canta picarona que hicieron sonar con potente y no mala voz mientras Sabas se hacía el distraído. Al terminar, Roy insinuó a Andreas:
¿Qué tal si nos vamos yendo a la casa, padre?
– Vete tú, Roy, si ya tienes sueño. Yo me quedaré un ratico más.
– No, padre, que la madre ya estará preocupada y me ha encargado que no me vuelva sin usted.


Hubo razones, argumentos, amenazas, voces, pero al final se impuso la superioridad numérica y Andreas salió de la taberna flanqueado por Roy y Ramiro y vigilado desde atrás por Claudio y Mateo, su hijo el mayor. Esta noche, pensó Roy, el padre estaba volviendo a casa de mejor grado que la última vez, pero siempre tenía que volver acompañado por cuatro.

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