09 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA



Florencio Manteca

En Madrid, Marzo de 1998
Laus Deo


      Como resultado de la invasión de Hispania por los árabes en el año 711, un gran número de hispanogodos asentados en el centro y sur peninsulares buscaron refugio tras las inexpugnables montañas cantábricas. Uno de ellos, el conde de Melgar, se estableció con su familia en la aldea de Rassilie, y allí se dedicó a su gran pasión, la alquimia, cuyos trabajos había tenido que abandonar precipitadamente ante el avance musulmán.
Un notable habitante de aquella aldea perdida en la lejana, misteriosa y salvaje Cantabria, al norte de Hispania, era Roy, joven pero genial cantero, el mérito de cuyos trabajos llegó a oídos del de Melgar, el cual le encomendó la construcción de una torre-fuerte que debería garantizar la seguridad de sus trabajos ante la inminente llegada de los árabes.
      Más de mil doscientos años después un geólogo -Chicho- y dos arqueólogos –Belén y Román- intentan seguir la pista de Roy y Alfonso de Melgar…



CAPÍTULO  I

   
E
l río, después de bajar rápido durante algún trecho, se curva a la izquierda a la vez que su cauce se hace más profundo y su corriente se tranquiliza. Al fondo, a trescientos o cuatrocientos metros, enfrentada al contrafuerte del monte que quiebra el valle y lo encajona hacia el norte, hacia el mar, la presa de la minicentral eléctrica se eleva apenas unos centímetros sobre el nivel del agua.Al contraluz del sol de las seis de la tarde de finales de un mes de agosto se ve la silueta de los niños jugando sobre ella. Corren a todo lo ancho del río sobre el muro de la presa y a la luz que se refleja en sus aguas parece como si caminaran por su superficie. Sus voces, sus chapoteos llegan amortiguados por la distancia hasta la curva del río.
Chicho se había puesto el bañador bajo el tejadillo del refugio de pescadores instalado a la orilla derecha y había dejado su ropa sobre el asiento corrido de la caseta. Miró con disgusto las pintadas que decoraban la superficie interior, que algún día había sido blanca, sacudió la cabeza y se dirigió al agua bajando las rudimentarias escaleras para pescadores, que descendían aprovechando las formas del ribazo.


   
   La tarde era calurosa y la ligera corriente del río invitaba irresistible­mente al chapuzón. Desde el escalón más próximo a ella Chicho flexionó las piernas y se lanzó al agua. Mientras se sumergía hasta las grandes piedras del fondo recordó, ya sin remedio, que aquellas aguas nada tenían que ver con las del mar y, mucho menos, con la sopa recalentada que parecía utilizarse para llenar las piscinas de Madrid. Salió a la superficie como un misil, lanzó un grito descomunal y de cuatro brazadas llegó de nuevo a la escalera. «¡La madre que le parió, ya no me acordaba!» –exclamó, articulando con dificultad.
Verdaderamente estaba helada, se dijo, y era un imbécil por haber olvidado cómo se las gastaba el río. Aún después de no pisar su orilla durante los últimos veinte años debería haberse acordado de las tiritonas que de niño y de joven había pasado y de aquellos mocos larguísimos que el agua parecía hacer surgir como por arte de magia de las narices de aquel chaval –¿cómo se llamaba?, ah sí, era Quiqui, el campeón de resistencia al frío–. De forma consciente esta vez, se volvió a meter poco a  poco en el agua, respiró hondo y cruzó hasta la otra orilla dando enérgicas brazadas. Un poco después ya se encontró a gusto –siempre pasaba lo mismo, recordó, al principio estaba fría y luego no apetecía salir–, buceó por entre las familiares piedras del fondo y ,finalmente, se dejó llevar perezosamente por la corriente.
El río parecía no haber cambiado en aquellos últimos veinte años. El pedregal de cantos rodados situado cien metros más arriba, por el que el agua pasaba con rapidez, las grandes pozas en el fondo de las cuales, debajo de las rocas venidas de no se sabe dónde, se ocultaba algún que otro salmón de mirada abstraída, la margen derecha densamente poblada de alisos y chopos, el pedregal de la margen izquierda... Todo parecía seguir igual, incluida la temperatura del agua. Bueno, quizá no todo, quizá ahora el agua estaba menos clara. En la curva, donde se remansa formando un pequeño remolino, una especie de nata sospechosa daba vueltas y vueltas. Son los detergentes, pensó, antes no se usaban.
Un geólogo tenía que ser forzosamente ecologista y Chicho era las dos cosas. Geólogo de profesión y de corazón y ecologista –que no ecolojeta– de convicción, de comprensión. Había pasado su niñez y su juventud en Rasiles y todas sus vivencias llegaban ahora a su mente tamizadas, suavizadas por el paso de los años, como un río inagotable. Después de mucho tiempo vagando por lugares perdidos, por oficinas sin interés, ocupado en tareas burocráticas y anodinas su empresa, el Instituto Geológico y Minero de España, le había encomendado el mapa de recursos hídricos y mineros de la cuenca del Asón. No lo había dudado, era la oportunidad de encontrarse de nuevo con la naturaleza que tanto le había marcado y que, en definitiva, le había predispuesto a elegir precisamente aquella profesión.
Cuando al cabo de un tiempo de nadar y sumergirse comenzó a sentir el frío del agua, dió la vuelta y se puso a nadar aguas arriba hasta la escalera del refugio. Se secó vigorosamente con la toalla y se sentó en el banco mientras fumaba un pitillo recordando, ¿por qué sería?, lo bien que siempre le había sabido un cigarro justo al salir del agua. Observar la corriente de un río mientras se escucha el ruido monótono de sus aguas produce resultados casi hipnóticos –pensó, dando la última calada al “Ducados”.



El sol ya se había ocultado por detrás del monte. El silbido fuera de lugar le hizo volver la cabeza hasta más allá de la presa y, momentos después, un trenecito azul y amarillo, casi un juguete, aparecía a lo lejos, detrás de unos chopos, para desaparecer casi inmediatamente tragado por un túnel. Chicho se puso la camisa, se calzó las alpargatas y cogiendo la toalla y el resto de la ropa trepó con facilidad por el camino que subía hasta la carretera. De unos cuarenta o cuarenta y cinco años, era de altura media, más bien delgado, fuerte, aunque no musculoso. Una barba con tintes rojizos, un tanto frailuna, le daba una apariencia de miembro de una antigua orden militar, de guerrero mitad monje y mitad soldado, o quizá de mitad campesino y mitad científico. Soltero, quizá por vocación, amante de la soledad de la naturaleza, aunque sin desdeñar, a su conveniencia, la compañía de gente interesante, llegó hasta el coche que estaba aparcado en un ensanchamiento de la cuneta, dio la vuelta y se dirigió al hotel en donde estaría alojado durante los próximos meses.
Una ducha, ropa limpia, ningún plan trazado, Chicho abandonó su cuartel general y enfiló la carretera hacia Rasiles. Unos vinos en La Taberna quizá le sirvieran para encontrarse con algún antiguo amigo de juventud y, si no, siempre se podría llegar hasta Ampuero para cenar o, aún más allá, hasta Laredo, hasta la costa. Mientras conducía de forma mecánica admiró, una vez más, la enorme extensión del pueblo ocupando la totalidad de aquel amplio valle orientado en dirección Norte–Sur. No era aquel un valle joven –su mente no podía abandonar sus conocimientos geológicos– pues estaba flanqueado por colinas no demasiado altas y de formas redondeadas y suaves. Lejos, a la derecha, muy por encima del valle, el Pico del Carlista se recortaba iluminado por el sol que desde la carretera ya no se veía. Los prados se alternaban, en el llano, con las mieses. Las laderas estaban ocupadas por pastos, aunque a Chicho le dio la sensación de que el bosque, que estaba arrinconado cuando él era niño en la cima de los cerros, se había extendido hasta bastante más abajo, disputando ahora el terreno a los prados. Parecía como si la naturaleza pretendiera ganar al hombre el espacio que éste le había arrancado a través de los siglos. Y quizá lo consiga, pensó, porque cada vez hay menos gente viviendo de la agricultura, de la ganadería, del bosque.



Había casas a derecha e izquierda de la carretera, a todo lo largo de ella. Una ermita a la izquierda, orgullosa quizá de haber sido ascendida unos años antes a la categoría de iglesia, dominaba desde El Cerro la práctica totalidad del valle. Al fondo, en la parte baja, la iglesia parroquial de San Andrés mostraba, avergonzada, su torre desmorona­da, transformada en un montón de piedras. Las antiguas escuelas, situadas enfrente de la iglesia, habían desaparecido para hacer sitio a una vulgar cancha de hormigón pomposamente conocida como el Polideportivo.
Pero salvo por los altibajos de algunos edificios, el pueblo apenas había cambiado, su estructura lineal seguía intacta. Bueno, donde antes había una casa destartalada ahora se habían construído pisos y una hermosa finca, ayer con manzanos, daba cabida hoy a unos cuantos chalets pareados. Chicho dejó el coche en el aparcamiento del consultorio de la Seguridad Social y se encaminó a La Taberna.
El lugar era pequeño, con espacio suficiente para dar cabida a dos mesas de juego y un futbolín. Una gran viga de roble apoyada en un pilar soportaba la estructura de la casa y daba al lugar un aspecto rústico, agradable. No había mucha gente. Cuatro jugadores de brisca en una de las mesas y un parroquiano en la barra, que sin duda habría roto el aparato de medir alcohol de la Guardia Civil si hubiera tenido que soplar en él, eran toda la clientela.
– No parece que hay mucha gente, Tomás –Chicho se dirigió al tabernero, a la vez que consultaba su reloj.
– Hombre, Chicho, hace días que no se te veía por aquí. No hay mucha gente, no, todavía es pronto. ¿Quieres un vino?
¿Pronto­? ¿A qué llamáis aquí pronto? –preguntó sorprendido, a la vez que asentía con la cabeza a la propuesta del tabernero–. Son las nueve pasadas y aquí se suele cenar pronto. Creí que los vinos empezarían antes.
Tomás llenó una copa de rioja a la vez que guiñaba un ojo a Chicho y hacía un gesto con la cabeza en dirección al cofrade del otro extremo de la barra, que luchaba por no caerse del taburete. El tabernero era un hombre simpático, no hablador en exceso y buen conocedor de los gustos de su clientela. «Ahí tienes a uno que ha empezado a una hora conveniente» –le dijo a Chicho por lo bajo–. Delgado y de estatura media, lucía igualmente barba, aunque la suya parecía estar recortada con una cierta frecuencia. «Las barbas son como los setos y hay que podarlas una vez al año, por lo menos. Si no, parece que no hay nadie viviendo en casa» –había recomendado en una ocasión.
Chicho había terminado ya su vino y comenzaba a pensar que quizá fuese mejor darse una vuelta por Ampuero y cenar allí, cuando Andrés y Milio entraron en la taberna y se dirigieron a la barra.
¡Bueeno! –Milio saludó a la parroquia y se sentó al lado de Chicho.
¿Qué hay? –añadió Andrés, sin duda para acabar de aclarar la cosa.
Los cuatro hombres serían más o menos de la misma edad, amigos desde la infancia. De niños, juntos solían hacer novillos por las tardes para ir a pescar al río Silencio, aunque Chicho recordaba que el arte de pescar pececitos con un alfiler doblado era superior a sus capacida­des y le desesperaba comparar sus capturas con las de los otros, sobre todo con las de Andrés.



¿De dónde salís? –les dijo–, éstas no son horas de tomarse un vino.
– Pon una ronda, Tomás –dijo como respuesta Milio–. Me tomo un vino con vosotros y luego me voy a cenar. Que yo trabajo –se volvió hacia Chicho y le dio una palmada en la espalda–, y no como otros que vienen al pueblo de turismo.
A éste le dio la risa. No se imaginaba a Milio trabajando, o al menos lo que él entendía por trabajar: levantarse pronto todos los días y ejercer una actividad, la que fuera, con un cierto orden y según una disciplina mínima.
¡Pero qué me dices, tú no has trabajado en tu vida! Tú eres un ganadero que para no tener que dar de comer a las vacas, ni tener que ordeñarlas ni limpiarlas, las tienes sueltas en el monte. Las vas a ver de vez en cuando para ver si están todas y, lo más que haces, es bajar los terneros para venderlos en la feria. Tú tienes demasiado dinero, Milio, y eso te pierde. Deberías buscar algo que hacer.
– Pero tiene grandes ideas –Andrés terció con sorna y bebió un sorbo de su vino. Está pensando en poner una estación de ordeño en el monte e instalar una manguera para bajar la leche hasta un depósito puesto en su casa.
– Anda, no me jodas, que no se me ha ocurrido a mí, eso lo he visto yo hace unos años en la peña de Socueva. Lo que dije es que era una buena idea.

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