23 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (III)

CAPÍTULO II

E
l río, después de bajar rápido durante algún trecho, se curva a la izquierda a la vez que su cauce se hace más profundo y su corriente se tranquiliza. En aquella tarde tibia de comienzo del verano su superficie apenas se veía inquietada salvo por la presencia de alguna hoja caída desde la masa de alisos que cubría la totalidad de la margen derecha. De vez en cuando, como un látigo de plata, una trucha saltaba rompiendo el silencio para indicar que el padre río contenía vida en su interior.


Bajo la tronca sumergida, y a su sombra, el gran salmón sesteaba. Aproado a la corriente, el precioso animal se mantenía inmóvil, sólo un imperceptible movimiento de su aleta caudal y de las agallas denunciaban alguna actividad física.
Roy llevaba varios días observándolo y sabía que ése era su lugar favorito desde el comienzo de la tarde, por eso estaba allí ahora armado con el tridente que Andreas le había forjado tiempo atrás. Había bajado lentamente desde el camino que bordea el río hasta cerca del nivel del agua, procurando caminar sin producir ningún ruido. Protegido por el bosque de alisos de la ribera comenzó a desnudarse lentamente como si la pereza de la tarde le hubiera contagiado.
A sus veinte años Roy tenía un aspecto más maduro que lo esperable a su edad. Su  pelo largo y pajizo, unido a un rostro de rasgos acentuados por efecto del trabajo a la intemperie y a un corpachón habituado a grandes esfuerzos físicos, le conferían un porte netamente adulto. No había conocido a sus padres. Su madre murió siendo él muy pequeño y de su padre tenía sólo vagos recuerdos.
Con el tridente montado en una vara de avellano, Roy se deslizó con todo cuidado unos metros aguas abajo de la tronca y comenzó a avanzar contra corriente asiéndose de las ramas que caían sobre el agua. Con un suspiro de alivio vio aparecer poco a poco, a medida que avanzaba, la cabeza del pez. Apoyó los pies en la tronca, aproximó con un movimiento interminable el tridente al salmón y, cogiendo aliento, lo proyectó con todas sus fuerzas hacia abajo. El agua se enturbió inmediatamente con el fango removido por el gran pez en su afán de liberarse, a la vez que la vara de avellano tiró de él y le hizo perder el equilibrio, pero no la soltó. Al cabo de unos minutos todo había acabado y Roy, con la respiración aún agitada, contemplaba sobre la hierba de la orilla su presa. Paulo, Silio, Ramiro y los otros querían un salmón, pues bien, ya tenían un salmón para aquella noche.



Mientras cortaba con el cuchillo helechos para envolver el salmón, Roy paladeó una vez más la sensación de satisfacción que le acompa­ñaba desde hacía un par de días:  Dom Elipando, el Abad del monaste­rio de San Lesmes de Ancillo, le había pagado generosamente por su trabajo en el claustro y había reconocido públicamente la belleza de los capiteles trabajados por él. Después había sido felicitado por el Maestro Claudio y, finalmente, por sus compañeros de cuadrilla.
Sin prisa, acomodó su trofeo, bien envuelto por una buena capa de helechos, en la alforja de su caballo, se vistió y montó de un salto. El animal, fuerte y de poca alzada,  subió ágilmente la vereda hasta el camino y, obedeciendo a un leve golpe de rodillas, se dirigió al trote hacia la próxima aldea de San Andreas de Rassillie. 
  Dejando al caballo la responsabilidad del camino, Roy continuó dejando correr perezosa­mente  sus pensamientos. Era un hombre con suerte, se dijo. Por lo que le había contado Andreas,  su padre adoptivo, él era godo e hijo de godos. Su padre, Rodrigo de Onna, había muerto cuando él tenía seis años, parece ser que defendiendo la causa de su Señor el Rey Égica. Andreas, a la sazón armero de Rodrigo, logró huir llevándose a Roy consigo. Y cuando Andreas se estableció como forjador y herrero en Rassilie el pequeño fue bien aceptado a pesar de su estirpe.


San Andreas de Rassilie era una aldea de no más de cien habitantes, situada en un amplio valle orientado de norte a sur y enmarcado por el río Silentium al este y por una línea de colinas que lo separaban del río grande, el Asson. La antigua calzada romana que unía la costa, distante algo más de tres leguas hacia el norte, con las tierras altas más al sur, atravesaba el valle serpenteando suavemente y, en su centro, junto a la iglesia de San Andreas y bordeando la calzada se agrupaban las casas de la aldea.
Al llegar a la altura de la taberna de Silio, Roy desmontó, amarró el caballo a una de las argollas de la pared y, trofeo en mano, entró en la estancia.
¡Silio!
  La taberna estaba desierta a aquella hora. Media docena de mesas estaban dispuestas de forma ordenada. Teniendo en cuenta el carácter de Silio, se dijo Roy, la limpieza y el orden eran mejores que de costumbre. Al fondo de la estancia había una repisa de madera apoyada sobre caballetes que servía de soporte a varios odres de vino y a una barrica de sidra. Roy depositó con cuidado el salmón sobre ella.
¡Silioo!
¡Va !
Al cabo, por una puertuca al fondo de la pared de la derecha apareció una mujer de unos cuarenta años, fuerte, de expresión agradable.
– Ah, ¿eres tú, Roy?
– Hola, Sinda. ¿No está Silio?
Ermesinda miró a Roy con complicidad.
– Ha ido a la cueva a buscar unos quesos para esta noche. ¿Y tú qué, ya tienes la cena?
  Roy indicó con la mirada el lugar donde había dejado su presa, a la vez que una sonrisa mostraba su satisfacción.
¡Buen Dios!, exclamó Ermesinda al apartar los helechos que cubrían el salmón. Éste es mayor que el que pescó Ramiro el año pasado. Ah, y además, Cosme ha traído una pierna de jabalí salado. Os daréis un banquete.


   Cosme era un hombre polifacético, pastor en parte, filósofo en general, tallista habilidoso capaz de entresacar de un trozo de madera la figura de un santo o de un dragón, según cómo tuviera el día, pero, además, era un cazador implacable, maestro en el arte del acecho, de ver e interpretar las sutiles huellas de sus presas en el interior del bosque y del arco, que utilizaba, y no sólo contra los animales se decía, con precisión mortal. De niño, a Roy le fascinaba su cabaña de piedra con techo de barro y paja, asentada en un claro del robledal de Valseca. Solía pasar las horas muertas escuchando las historias mágicas improvisadas por Cosme.
Ramiro era algo mayor que Roy y su amigo desde que él podía recordar. Vivía con su padre, el maestro Claudio, en una buena casa de piedera contigua a la de Andreas. Detrás de la casa estaba el taller de cantería que le había hecho famoso, y donde Roy, de pequeño, se pasaba las horas fascinado por las formas que Claudio iba haciendo aparecer de los bloques de piedra que trabajaba. Cuántas veces, recordaba, había tenido pesadillas en las que las sombras monstruosas de demonios, dragones y animales fabulosos, salidas de la mano de Cludio, cobraban vida y se acercaban a él de forma amenazadora. Como juego, primero y como pasión después, había comenzado a usar el puntero y la maza imitando al maestro y con los años había llegado a ser un hábil oficial.
– Hasta la noche, Sinda. Estoy seguro de que cenaremos como príncipes.
Mientras se dirigía a su casa, Roy reanudó sus pensamientos. La casa de Andreas y de Amelia, su mujer, era vieja, aunque de buena piedra. La planta baja estaba ocupada en su mayor parte por la fragua y el taller, desde donde se subía a la vivienda. Contigua a estos y ocupando una de las esquinas traseras se hallaba una pequeña cuadra, suficiente para albergar  dos caballos y media docena de ovejas.



A veces lamentaba no haber seguido el oficio de Andreas y estaba seguro de que, en el fondo, éste le reprochaba que le hubiese abandonado para ser aprendiz de su vecino Claudio. Claro que, a medida que sus habilidades como cantero se fueron haciendo más notorias, Roy había notado que su padre adoptivo se encontraba más satisfecho. Y cuando, dos días antes, llegó por la noche a casa y, después de contarles a sus padres  el final de la obra de Ancillo y la felicitación de Dom Elipando, entregó a Amelia las seis monedas de oro que había recibido, notó en la mirada de Andreas el brillo del orgullo que sentía.
Amarró el caballo en el establo y le echó unas brazadas de hierba. Dándole una palmada en la grupa, salió hacia la fragua, de la que partía el sonido limpio del martillo al batir el hierro sobre el yunque.
– Buena tarde, padre. ¿le ayudo un rato?
– Ah, Roy. ¿Cómo te ha ido la pesca?
– He cogido uno grande, padre. Dará para que cenemos todos.
Andreas golpeaba con precisión una tira de hierro al rojo, dándole una curvatura que la asemejaba progresivamente a una herradura. Con la tenaza llevó la pieza hasta la calda de la fragua y la enterró entre el carbón incandescente, mientras Roy tiraba de la cuerda que accionaba el gran fuelle. Un chorro de chispas y de luz surgió de la calda produciendo un efecto hipnótico, casi mágico.
El herrero era un hombre de unos cincuenta años, de complexión fuerte y altura mediana. Vestido con un chaleco y unos pantalones de grueso paño de lana, un mandil de cuero le protegía del calor de la fragua. Su frente y sus brazos estaban cubiertos de pequeñas gotas de sudor. Mientras se recalentaba el metal, observaba a Roy mover el fuelle de forma mecánica.
– Excelente muchacho, se dijo, un verdadero regalo para nosotros. Dios quiera darle la suerte que le negó a su padre.



Hurgó con la tenaza entre los carbones incandescentes hasta sacar la pieza que ahora se encontraba al rojo blanco. Con hábiles golpes sobre el yunque terminó la herradura, le hizo los agujeros y la sumergió un momento en una tina llena de agua. Una nube de vapor se levantó de su superficie, a la vez que la nueva herradura, ahora ya oscura, era arrojada al montón donde estaban las demás producidas aquel día. Pronto, pensó Andreas, habrá que forjar más, muchas más. Y también armas, si los caldeos siguen avanzando hacia el norte, ahora que, muerto Rodrigo, el trono está vacío y el poder en manos de nadie y de todos.
Sí, malos tiempos se avecinaban. Andreas metió de nuevo la tenaza entre las llamas, sacó una tira de hierro y la llevó rápidamente al yunque. Mientras la batía de forma mecánica para iniciar la forma de la siguiente herradura, su mente seguía absorta en sus pensamientos: Se decía que los moros habían llegado hasta Toledo, que era como decir que el mal había alcanzado al corazón. Cada vez se veían más familias que llegaban del sur en busca del refugio de las montañas.
Tres años antes, cuando aún parecía que los caldeos se contentaban con organizar correrías por la Bética en busca de botín y que sus intenciones no eran de conquistar y establecerse, llegó a Rassilie el primer forastero, Alfonso, conde de Melgar.
¿En qué está pensando, padre?. Se le ha quedado frío el metal.
Andreas sonrió a su hijo y metió rápidamente en la calda la herradura a medio forjar. Haciendo un gesto, quitó importancia a su distracción. No quería perturbar con sus pensamientos el estado de ánimo de Roy, al menos no aquel día.
– En nada, Roy. Me debo estar volviendo viejo y me distraigo.


   
  Casi sin darse cuenta se sumergió de nuevo en sus pensamientos: La llegada de Alfonso fue un duro golpe para la aldea pues, aunque algunos habían comentado que los ricos, godos o no, huían como liebres en cuanto oían el más leve ruido que pudiera hacer peligrar sus bienes, el sentir general era que su llegada debía obedecer a causas graves y ciertas y que los rumores del avance de los moros hacia el norte seguro que eran fundados. Alfonso no era un cualquiera, era el cómite de Melgar, hombre de confianza del dux de Cantabria y había gozado del favor del propio rey. Si él había dejado sus tierras y sus responsabilidades para venir a Rassilie a refugiarse en la incómoda casona de El Viar no debía haber sido por capricho. Pronto se supo que el señor de Melgar no había venido precisamente a refugiarse sino a organizar la defensa de los pasos de montaña y a dirigir la resisten­cia contra los caldeos, pero, desgraciadamente, el tiempo estaba confirmando los peores temores de que nadie había conseguido detener la invasión, como demostraba el hecho de que los refugiados subían a Cantabria por millares. Y de Cantabria no había lugar para huir, el mar no era ningún refugio, así que algo tendría que ocurrir...
¿Pero, qué le pasa, padre?
Andreas retiró rápidamente la herradura de la fragua y terminó de forjarla.
– Tienes razón, hijo, creo que por hoy ya he trabajado bastante. Además esta noche quiero estar descansado para ir a tu cena.
– Tampoco vaya a descansar demasiado. Acuérdese de que el día de San Andreas le tuvieron que traer a casa entre cuatro, dijo Roy guiñando un ojo.
– Eso son exageraciones de tu madre. Yo podía caminar solo.
– Si, pero hacia al río. Ellos le trajeron a casa.

Padre e hijo dejaron la fragua entre risotadas y subieron a la vivienda.

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