CAPÍTULO II
E
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l río, después de bajar rápido
durante algún trecho, se curva a la izquierda a la vez que su cauce se hace más
profundo y su corriente se tranquiliza. En aquella tarde tibia de comienzo del
verano su superficie apenas se veía inquietada salvo por la presencia de alguna
hoja caída desde la masa de alisos que cubría la totalidad de la margen
derecha. De vez en cuando, como un látigo de plata, una trucha saltaba
rompiendo el silencio para indicar que el padre río contenía vida en su
interior.
Bajo la tronca sumergida, y a su
sombra, el gran salmón sesteaba. Aproado a la corriente, el precioso animal se
mantenía inmóvil, sólo un imperceptible movimiento de su aleta caudal y de las
agallas denunciaban alguna actividad física.
Roy llevaba varios días
observándolo y sabía que ése era su lugar favorito desde el comienzo de la
tarde, por eso estaba allí ahora armado con el tridente que Andreas le había
forjado tiempo atrás. Había bajado lentamente desde el camino que bordea el río
hasta cerca del nivel del agua, procurando caminar sin producir ningún ruido.
Protegido por el bosque de alisos de la ribera comenzó a desnudarse lentamente
como si la pereza de la tarde le hubiera contagiado.
A sus veinte años Roy tenía
un aspecto más maduro que lo esperable a su edad. Su pelo largo y pajizo, unido a un rostro de
rasgos acentuados por efecto del trabajo a la intemperie y a un corpachón
habituado a grandes esfuerzos físicos, le conferían un porte netamente adulto.
No había conocido a sus padres. Su madre murió siendo él muy pequeño y de su
padre tenía sólo vagos recuerdos.
Con el tridente montado en una
vara de avellano, Roy se deslizó con todo cuidado unos metros aguas abajo de la
tronca y comenzó a avanzar contra corriente asiéndose de las ramas que caían
sobre el agua. Con un suspiro de alivio vio aparecer poco a poco, a medida que
avanzaba, la cabeza del pez. Apoyó los pies en la tronca, aproximó con un
movimiento interminable el tridente al salmón y, cogiendo aliento, lo proyectó
con todas sus fuerzas hacia abajo. El agua se enturbió inmediatamente con el
fango removido por el gran pez en su afán de liberarse, a la vez que la vara de
avellano tiró de él y le hizo perder el equilibrio, pero no la soltó. Al cabo
de unos minutos todo había acabado y Roy, con la respiración aún agitada,
contemplaba sobre la hierba de la orilla su presa. Paulo, Silio, Ramiro y los
otros querían un salmón, pues bien, ya tenían un salmón para aquella noche.
Mientras cortaba con el cuchillo
helechos para envolver el salmón, Roy paladeó una vez más la sensación de
satisfacción que le acompañaba desde hacía un par de días: Dom Elipando, el Abad del monasterio de San
Lesmes de Ancillo, le había pagado generosamente por su trabajo en el claustro
y había reconocido públicamente la belleza de los capiteles trabajados por él.
Después había sido felicitado por el Maestro Claudio y, finalmente, por sus
compañeros de cuadrilla.
Sin prisa, acomodó su trofeo,
bien envuelto por una buena capa de helechos, en la alforja de su caballo, se
vistió y montó de un salto. El animal, fuerte y de poca alzada, subió ágilmente la vereda hasta el camino y,
obedeciendo a un leve golpe de rodillas, se dirigió al trote hacia la próxima
aldea de San Andreas de Rassillie.
Dejando al caballo la responsabilidad del camino, Roy continuó dejando correr perezosamente sus pensamientos. Era un hombre con suerte, se dijo. Por lo que le había contado Andreas, su padre adoptivo, él era godo e hijo de godos. Su padre, Rodrigo de Onna, había muerto cuando él tenía seis años, parece ser que defendiendo la causa de su Señor el Rey Égica. Andreas, a la sazón armero de Rodrigo, logró huir llevándose a Roy consigo. Y cuando Andreas se estableció como forjador y herrero en Rassilie el pequeño fue bien aceptado a pesar de su estirpe.
Dejando al caballo la responsabilidad del camino, Roy continuó dejando correr perezosamente sus pensamientos. Era un hombre con suerte, se dijo. Por lo que le había contado Andreas, su padre adoptivo, él era godo e hijo de godos. Su padre, Rodrigo de Onna, había muerto cuando él tenía seis años, parece ser que defendiendo la causa de su Señor el Rey Égica. Andreas, a la sazón armero de Rodrigo, logró huir llevándose a Roy consigo. Y cuando Andreas se estableció como forjador y herrero en Rassilie el pequeño fue bien aceptado a pesar de su estirpe.
San Andreas de Rassilie era una
aldea de no más de cien habitantes, situada en un amplio valle orientado de
norte a sur y enmarcado por el río Silentium al este y por una línea de colinas
que lo separaban del río grande, el Asson. La antigua calzada romana que unía
la costa, distante algo más de tres leguas hacia el norte, con las tierras
altas más al sur, atravesaba el valle serpenteando suavemente y, en su centro,
junto a la iglesia de San Andreas y bordeando la calzada se agrupaban las casas
de la aldea.
Al llegar a la altura de la
taberna de Silio, Roy desmontó, amarró el caballo a una de las argollas de la
pared y, trofeo en mano, entró en la estancia.
– ¡Silio!
La taberna estaba desierta a
aquella hora. Media docena de mesas estaban dispuestas de forma ordenada.
Teniendo en cuenta el carácter de Silio, se dijo Roy, la limpieza y el orden
eran mejores que de costumbre. Al fondo de la estancia había una repisa de
madera apoyada sobre caballetes que servía de soporte a varios odres de vino y
a una barrica de sidra. Roy depositó con cuidado el salmón sobre ella.
– ¡Silioo!
– ¡Va !
Al cabo, por una puertuca al
fondo de la pared de la derecha apareció una mujer de unos cuarenta años, fuerte,
de expresión agradable.
– Ah, ¿eres tú, Roy?
– Hola, Sinda. ¿No está
Silio?
Ermesinda miró a Roy con
complicidad.
– Ha ido a la cueva a buscar
unos quesos para esta noche. ¿Y tú qué, ya tienes la cena?
Roy indicó con la mirada el
lugar donde había dejado su presa, a la vez que una sonrisa mostraba su
satisfacción.
– ¡Buen Dios!, exclamó Ermesinda al
apartar los helechos que cubrían el salmón. Éste es mayor que el que pescó
Ramiro el año pasado. Ah, y además, Cosme ha traído una pierna de jabalí salado.
Os daréis un banquete.
Cosme era un hombre polifacético, pastor en parte, filósofo en general, tallista habilidoso capaz de entresacar de un trozo de madera la figura de un santo o de un dragón, según cómo tuviera el día, pero, además, era un cazador implacable, maestro en el arte del acecho, de ver e interpretar las sutiles huellas de sus presas en el interior del bosque y del arco, que utilizaba, y no sólo contra los animales se decía, con precisión mortal. De niño, a Roy le fascinaba su cabaña de piedra con techo de barro y paja, asentada en un claro del robledal de Valseca. Solía pasar las horas muertas escuchando las historias mágicas improvisadas por Cosme.
Ramiro era algo mayor que Roy y
su amigo desde que él podía recordar. Vivía con su padre, el maestro Claudio,
en una buena casa de piedera contigua a la de Andreas. Detrás de la casa estaba
el taller de cantería que le había hecho famoso, y donde Roy, de pequeño, se pasaba
las horas fascinado por las formas que Claudio iba haciendo aparecer de los bloques
de piedra que trabajaba. Cuántas veces, recordaba, había tenido pesadillas en
las que las sombras monstruosas de demonios, dragones y animales fabulosos,
salidas de la mano de Cludio, cobraban vida y se acercaban a él de forma
amenazadora. Como juego, primero y como pasión después, había comenzado a usar
el puntero y la maza imitando al maestro y con los años había llegado a ser un hábil
oficial.
– Hasta la noche, Sinda. Estoy
seguro de que cenaremos como príncipes.
Mientras se dirigía a su casa,
Roy reanudó sus pensamientos. La casa de Andreas y de Amelia, su mujer, era
vieja, aunque de buena piedra. La planta baja estaba ocupada en su mayor parte
por la fragua y el taller, desde donde se subía a la vivienda. Contigua a estos
y ocupando una de las esquinas traseras se hallaba una pequeña cuadra,
suficiente para albergar dos caballos y
media docena de ovejas.
A veces lamentaba no haber
seguido el oficio de Andreas y estaba seguro de que, en el fondo, éste le
reprochaba que le hubiese abandonado para ser aprendiz de su vecino Claudio.
Claro que, a medida que sus habilidades como cantero se fueron haciendo más
notorias, Roy había notado que su padre adoptivo se encontraba más satisfecho.
Y cuando, dos días antes, llegó por la noche a casa y, después de contarles a
sus padres el final de la obra de
Ancillo y la felicitación de Dom Elipando, entregó a Amelia las seis monedas de
oro que había recibido, notó en la mirada de Andreas el brillo del orgullo que
sentía.
Amarró el caballo en el establo
y le echó unas brazadas de hierba. Dándole una palmada en la grupa, salió hacia
la fragua, de la que partía el sonido limpio del martillo al batir el hierro
sobre el yunque.
– Buena tarde, padre. ¿le ayudo un
rato?
– Ah, Roy. ¿Cómo te ha
ido la pesca?
– He cogido uno grande, padre.
Dará para que cenemos todos.
Andreas golpeaba con precisión
una tira de hierro al rojo, dándole una curvatura que la asemejaba
progresivamente a una herradura. Con la tenaza llevó la pieza hasta la calda de
la fragua y la enterró entre el carbón incandescente, mientras Roy tiraba de la
cuerda que accionaba el gran fuelle. Un chorro de chispas y de luz surgió de la
calda produciendo un efecto hipnótico, casi mágico.
El herrero era un hombre de unos
cincuenta años, de complexión fuerte y altura mediana. Vestido con un chaleco y
unos pantalones de grueso paño de lana, un mandil de cuero le protegía del calor
de la fragua. Su frente y sus brazos estaban cubiertos de pequeñas gotas de
sudor. Mientras se recalentaba el metal, observaba a Roy mover el fuelle de
forma mecánica.
– Excelente muchacho, se dijo, un verdadero regalo para nosotros. Dios quiera darle la suerte que le negó a su padre.
– Excelente muchacho, se dijo, un verdadero regalo para nosotros. Dios quiera darle la suerte que le negó a su padre.
Hurgó con la tenaza entre los
carbones incandescentes hasta sacar la pieza que ahora se encontraba al rojo blanco.
Con hábiles golpes sobre el yunque terminó la herradura, le hizo los agujeros y
la sumergió un momento en una tina llena de agua. Una nube de vapor se levantó
de su superficie, a la vez que la nueva herradura, ahora ya oscura, era
arrojada al montón donde estaban las demás producidas aquel día. Pronto, pensó
Andreas, habrá que forjar más, muchas más. Y también armas, si los caldeos
siguen avanzando hacia el norte, ahora que, muerto Rodrigo, el trono está vacío
y el poder en manos de nadie y de todos.
Sí, malos tiempos se avecinaban.
Andreas metió de nuevo la tenaza entre las llamas, sacó una tira de hierro y la
llevó rápidamente al yunque. Mientras la batía de forma mecánica para iniciar
la forma de la siguiente herradura, su mente seguía absorta en sus
pensamientos: Se decía que los moros habían llegado hasta Toledo, que era como
decir que el mal había alcanzado al corazón. Cada vez se veían más familias que
llegaban del sur en busca del refugio de las montañas.
Tres años antes, cuando aún parecía que
los caldeos se contentaban con organizar correrías por la Bética en busca de
botín y que sus intenciones no eran de conquistar y establecerse, llegó a
Rassilie el primer forastero, Alfonso, conde de Melgar.
– ¿En qué está pensando, padre?. Se
le ha quedado frío el metal.
Andreas sonrió a su hijo y metió
rápidamente en la calda la herradura a medio forjar. Haciendo un gesto, quitó
importancia a su distracción. No quería perturbar con sus pensamientos el
estado de ánimo de Roy, al menos no aquel día.
Casi sin darse cuenta se
sumergió de nuevo en sus pensamientos: La llegada de Alfonso fue un duro golpe
para la aldea pues, aunque algunos habían comentado que los ricos, godos o no,
huían como liebres en cuanto oían el más leve ruido que pudiera hacer peligrar
sus bienes, el sentir general era que su llegada debía obedecer a causas graves
y ciertas y que los rumores del avance de los moros hacia el norte seguro que
eran fundados. Alfonso no era un cualquiera, era el cómite de Melgar, hombre de
confianza del dux de Cantabria y había gozado del favor del propio rey. Si él
había dejado sus tierras y sus responsabilidades para venir a Rassilie a
refugiarse en la incómoda casona de El Viar no debía haber sido por capricho.
Pronto se supo que el señor de Melgar no había venido precisamente a
refugiarse sino a organizar la defensa de los pasos de montaña y a dirigir
la resistencia contra los caldeos, pero, desgraciadamente, el tiempo estaba
confirmando los peores temores de que nadie había conseguido detener la
invasión, como demostraba el hecho de que los refugiados subían a Cantabria por
millares. Y de Cantabria no había lugar para huir, el mar no era ningún
refugio, así que algo tendría que ocurrir...
– ¿Pero, qué le pasa, padre?
Andreas retiró rápidamente la
herradura de la fragua y terminó de forjarla.
– Tienes razón, hijo, creo que
por hoy ya he trabajado bastante. Además esta noche quiero estar descansado
para ir a tu cena.
– Tampoco vaya a descansar demasiado.
Acuérdese de que el día de San Andreas le tuvieron que traer a casa entre
cuatro, dijo Roy guiñando un ojo.
– Eso son exageraciones de tu
madre. Yo podía caminar solo.
– Si, pero hacia al río. Ellos
le trajeron a casa.
Padre e hijo dejaron la fragua
entre risotadas y subieron a la vivienda.
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