30 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (IV)

Cuando Roy llegó a la taberna sólo Silio y su mujer estaban en ella, Sinda en la cocina y el tabernero en el huerto situado en la parte trasera de la casa, juntando dos grandes mesas bajo el emparrado. Al ver éste quién se asomaba por la puerta que daba a la taberna, una sonrisa apareció sorprendentemente bajo sus gruesos bigotes.
¡Pero si es Roy!. Muchacho, creía que se te había olvidado que tienes convidados.
¡Qué se me va a olvidar! ¿No has visto el salmón que he traído?
Silio se reía a grandes carcajadas. «Pues claro que lo he visto. ¿Como podría dejarlo de ver si es enorme?»
El tabernero avanzó a grandes zancadas hacia Roy dispuesto a darle la bienvenida. Éste retrocedió ágilmente, esquivándole.
– Silio, estate quieto, no quiero que me rompas una costilla si me das un abrazo.
El tabernero era un hombre notable y de una complexión física más notable aún. Siendo Roy un joven alto y fuerte, parecía poca cosa comparado con él. Tratando de apartarse, Roy tropezó con uno de los bancos de madera, cayendo de espaldas sobre una mesa y acabando con el gigante sujetándole a ella por los hombros.

¡Para, Silio, que me vas a romper un hueso!
¡Ríndete, godo, o eres hombre muerto!
Roy levantó bruscamente su rodilla golpeando con mesura la ingle del tabernero. Éste dio un brinco hacia atrás a la vez que mascullaba una maldición.
¡Cántabro gordinflón, ahora te voy a arreglar yo!
Cuando Sinda salió de la cocina atraída por el ruido en el huerto, los dos hombres se cruzaron con ella y se dirigieron aún forcejeando y riendo hacia el interior en busca de la repisa donde esperaban los odres.
– Parece mentira, Silio, dijo la mujer, que seas tan chiquillo. Deja en paz al pobre Roy.
¿Dejarlo en paz? No sé si él me habrá desgraciado para toda la vida. Me ha pegado un rodillazo en los . . .
– No intentes impresionarme a estas alturas, que hasta ahora tampoco te han servido para tanto.
Roy se llenó una jarra del barril de sidra mientras miraba divertido cómo el tabernero perseguía ahora a su mujer por entre las mesas. A pesar de su enorme humanidad, Silio se movía con sorprendente agilidad y habría atrapado fácilmente a Sinda si, en el momento en que ésta pasaba por enfrente de la puerta, Paulo y Ramiro no hubieran entrado en la taberna. La presencia de más parroquianos hizo que el tabernero abandonara sus retozos y, saludando a los recién llegados, siguiese con la preparación de las mesas.
– Buena noche a todos y sobre todo a Silio, que ya veo que se la está preparando con tiempo.
Sinda salió a escape para la cocina y el tabernero se puso a escanciar dos jarras más de sidra. Realmente, se encontraba a gusto entre aquellos muchachos. No teniendo hijos Sinda y él, todo su afán era suplir esta carencia con el afecto hacia ellos. Las dos buenas piezas que acababan de entrar eran canteros como Roy e, igual que éste, formaban parte de la cuadrilla de Claudio.



Al poco rato el ambiente fue adquiriendo el tono festivo esperado, a medida que los convidados iban llegando. Las voces se elevaban y el barril no descansaba, pasando de mano en mano las jarras llenas de sidra acidilla y fresquita. Silio entraba y salía, atendiendo como podía a los parroquianos y al salmón que, atravesado por un espeto, se iba asando lentamente al calor de las brasas de la gran chimenea situada en un ángulo de la cocina.
Por su parte, Sinda vigilaba la olla colgada de la negra cadena que desaparecía en el interior de la chimenea. En su interior hervía la pierna de jabalí junto con las verduras que proporcionaba el huerto y una buena cantidad de castañas. La carne estaría hecha dentro de muy poco, el tiempo necesario para poner en las mesas del emparrado las jarras de vino y el pan.
Al cabo, obedeciendo al vozarrón de Silio, todos fueron saliendo al huerto y agrupándose alrededor de la gran mesa. Sabas, el cura de San Andreas, junto con Claudio, Andreas y otros convidados de edad se sentaron en uno de los extremos. Los jóvenes ocuparon rápidamente el resto de la mesa, haciéndose sitio ruidosamente. Andreas impuso silencio y Sabas se levantó para bendecir la mesa:
– Dámoste gracias Señor Todopoderoso por los manjares que de tu bondad vamos a haber y rogámoste nos guardes sitio en tu mesa celestial.
Acabada la oración, tomó una de las grandes hogazas de harina de centeno y fue repartiendo trozos entre los convidados. El pan, todavía tibio, despidió un fuerte aroma al ser abierto, aroma que se acordaba con los de la hierba recién cortada y que embebía en aquellos días toda la aldea.
 El maestro Claudio tomo a su vez la palabra:




¡Hermanos, amigos, quiero que me oigáis unos instantes!. Deseo en primer lugar hablaros de la satisfacción que me produce estar aquí con vosotros para celebrar con Roy su gran día. Aún me acuerdo de cuando, siendo él todavía un mozuelo, se colaba en el taller como una anguila y se pasaba las horas observando el trabajo de los oficiales y tratando de labrar una piedruca lo mejor que podía con la maza y el puntero que le había hecho. Con el tiempo fue pasando de aprendiz hasta ser el gran maestro que es hoy y al que yo ya no tengo nada que enseñar. Levanto mi jarra por ti, Roy, y que Dios te bendiga.
El resto de la mesa secundó ruidosamente el brindis hasta que Claudio pidió nuevamente silencio:
– Y para confirmar que sus compañeros consideramos que ha ascendido a la máxima categoría del oficio –Claudio rebuscó en los bolsillos de su casaca y le alargó un pequeño rollo de vitela–, como maestro del gremio de los canteros, aquí te entrego, Roy, el derecho a poner tu marca en las obras que realices. Aunque ya he visto en el claustro de San Lesmes –añadió riendo con picardía– que no has esperado a que se te entregue este documento.
El joven abrió el pliego y en él aparecía, después del texto del otorgamiento, una sencilla espiga coronada con una R. Emocionado, se dirigió a Claudio.
– Es el mejor presente que me podíais hacer –dijo mostrando a todos la vitela–. Y ya veis –bromeó– que hice bien en poner mi marca en Ancillo, que si no Claudio no habría sabido cómo era.
Éste, después de unos momentos de bromas pidió otra vez silencio.



– De lo segundo que quiero hablaros no es, por desgracia, tan agradable, es de la guerra. Todos sabéis que ésta es inevitable y que dentro de poco tendremos que luchar contra los invasores si no queremos ser sus esclavos. Pido a Dios que en estos tiempos sin ley nos dé un caudillo sabio y fuerte que nos guíe y que nos conduzca a expulsar al infiel hasta más allá del mar. Que Dios así lo quiera.
Estas palabras enardecieron a los invitados que prorrumpieron en gritos de desafío, gritos atávicos de guerra, de supervivencia, que habían sido lanzados en demasiadas ocasiones en el pasado. No en vano los cántabros ya habían rechazado a otros invasores. Los caldeos no lo tendrían fácil.
Cuando los presentes se dieron cuenta de que Millán había aparecido como de la nada y permanecía en actitud respetuosa en frente de Roy, se hizo un brusco silencio. Millán era un siervo de Alfonso y antiguo esclavo manumitido por su amo, según se decía. Era bien conocido y apreciado desde que llegó a Rassilie, pero convenía mantenerse apartado de él si estaba bebido, por su facilidad para atraer broncas.
– El Conde, mi señor, te saluda, Roy y te envía este presente  –anunció el liberto a la vez que, con una inclinación, le alargaba un envoltorio–.  Me encarga también que te diga que desea verte mañana en El Viar.
– Dile que allá estaré al caer la tarde. Ah, Millán, tómate una jarra de vino a mi salud.
El siervo hizo una inclinación y se retiró a la taberna mientras Roy abría el envoltorio. Una capa de rico paño púrpura salió a la luz entre exclamaciones de admiración de sus amigos. Roy, sorprendido, la desplegó y se la puso a la espalda, anudandosela al cuello. Ahora se hacía patente el ribete de hilo de oro que bordeaba el tejido, el peso y la calidad del mismo. Era claro que se trataba de una prenda de gran valor, que sólo los nobles godos se permitían usar.



  Roy seguía confundido con la importancia del regalo. Aunque sus relaciones con Alfonso siempre habían sido cordiales durante la construcción del torreón que había encomendado a Claudio y a su cuadrilla y aunque también le había distinguido en alguna ocasión invitándole a su mesa en compañía de su esposa Favinia y de su hija Christina, la riqueza del presente le parecía a él excesiva en relación con el trato que hasta el momento habían tenido.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el alboroto provoca­do por la aparición de Sinda y Silio saliendo de la cocina, aquella con el salmón descansando sobre una sencilla bandeja de madera de castaño y éste con una fuentona labrada en la misma madera, que contenía una humeante pierna de jabalí. Entre vítores de los jóvenes, las colocaron en las dos cabeceras de la mesa donde se hallaban dispuestas escudillas de madera, conteniendo unas la salsa para el salmón a base de cebolla y puerros fritos en manteca, junto con los correspondientes torreznos, estando llenas las otras de las hortalizas que se habían cocido con el jabalí.



A un gesto de deferencia por parte de los mayores, Sabas, después de algunos remilgos sacó de no se sabe donde un cuchillo, cortó una tajada del salmón, la depositó con mimo en su plato de madera y la regó con un generoso chorro de gruesa salsa. A continuación untó un trozo de pan en ella, puso encima otro de salmón, manejando el cuchillo con sabiduría y, dando un suspiro, cerró los ojos y se lo llevó a la boca. Se hizo un silencio mientras el buen cura paladeaba y deglutía el bocado. Al cabo, abrió los ojos y, con su mejor sonrisa, exclamó:
– Gracias Señor Todopoderoso por haber creado este salmón, por permitir que Roy lo haya pescado, por iluminar la mente de Sinda y de Silio para que lo hayan guisado de esta manera deleitosa y, finalmente, por dárnoslo a todos por cena.
– Amen, exclamaron todos, alargando un bosque de cuchillos hacia el pescado o el jabalí, según la proximidad de cada bandeja.
Entre vítores, gritos de desafío y canciones fueron desapareciendo las viandas y el pellejo de vino comenzó a dar muestras de agotamien­to. Andreas, ya bien colocado, trataba de entonar una canción junto con Claudio, no menos animado. El problema era que la que Andreas proponía, de la parte de Burgos que era su tierra, no era conocida por Claudio y viceversa. Al cabo se pusieron de acuerdo en una canta picarona que hicieron sonar con potente y no mala voz mientras Sabas se hacía el distraído. Al terminar, Roy insinuó a Andreas:
¿Qué tal si nos vamos yendo a la casa, padre?
– Vete tú, Roy, si ya tienes sueño. Yo me quedaré un ratico más.
– No, padre, que la madre ya estará preocupada y me ha encargado que no me vuelva sin usted.


Hubo razones, argumentos, amenazas, voces, pero al final se impuso la superioridad numérica y Andreas salió de la taberna flanqueado por Roy y Ramiro y vigilado desde atrás por Claudio y Mateo, su hijo el mayor. Esta noche, pensó Roy, el padre estaba volviendo a casa de mejor grado que la última vez, pero siempre tenía que volver acompañado por cuatro.

23 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (III)

CAPÍTULO II

E
l río, después de bajar rápido durante algún trecho, se curva a la izquierda a la vez que su cauce se hace más profundo y su corriente se tranquiliza. En aquella tarde tibia de comienzo del verano su superficie apenas se veía inquietada salvo por la presencia de alguna hoja caída desde la masa de alisos que cubría la totalidad de la margen derecha. De vez en cuando, como un látigo de plata, una trucha saltaba rompiendo el silencio para indicar que el padre río contenía vida en su interior.


Bajo la tronca sumergida, y a su sombra, el gran salmón sesteaba. Aproado a la corriente, el precioso animal se mantenía inmóvil, sólo un imperceptible movimiento de su aleta caudal y de las agallas denunciaban alguna actividad física.
Roy llevaba varios días observándolo y sabía que ése era su lugar favorito desde el comienzo de la tarde, por eso estaba allí ahora armado con el tridente que Andreas le había forjado tiempo atrás. Había bajado lentamente desde el camino que bordea el río hasta cerca del nivel del agua, procurando caminar sin producir ningún ruido. Protegido por el bosque de alisos de la ribera comenzó a desnudarse lentamente como si la pereza de la tarde le hubiera contagiado.
A sus veinte años Roy tenía un aspecto más maduro que lo esperable a su edad. Su  pelo largo y pajizo, unido a un rostro de rasgos acentuados por efecto del trabajo a la intemperie y a un corpachón habituado a grandes esfuerzos físicos, le conferían un porte netamente adulto. No había conocido a sus padres. Su madre murió siendo él muy pequeño y de su padre tenía sólo vagos recuerdos.
Con el tridente montado en una vara de avellano, Roy se deslizó con todo cuidado unos metros aguas abajo de la tronca y comenzó a avanzar contra corriente asiéndose de las ramas que caían sobre el agua. Con un suspiro de alivio vio aparecer poco a poco, a medida que avanzaba, la cabeza del pez. Apoyó los pies en la tronca, aproximó con un movimiento interminable el tridente al salmón y, cogiendo aliento, lo proyectó con todas sus fuerzas hacia abajo. El agua se enturbió inmediatamente con el fango removido por el gran pez en su afán de liberarse, a la vez que la vara de avellano tiró de él y le hizo perder el equilibrio, pero no la soltó. Al cabo de unos minutos todo había acabado y Roy, con la respiración aún agitada, contemplaba sobre la hierba de la orilla su presa. Paulo, Silio, Ramiro y los otros querían un salmón, pues bien, ya tenían un salmón para aquella noche.



Mientras cortaba con el cuchillo helechos para envolver el salmón, Roy paladeó una vez más la sensación de satisfacción que le acompa­ñaba desde hacía un par de días:  Dom Elipando, el Abad del monaste­rio de San Lesmes de Ancillo, le había pagado generosamente por su trabajo en el claustro y había reconocido públicamente la belleza de los capiteles trabajados por él. Después había sido felicitado por el Maestro Claudio y, finalmente, por sus compañeros de cuadrilla.
Sin prisa, acomodó su trofeo, bien envuelto por una buena capa de helechos, en la alforja de su caballo, se vistió y montó de un salto. El animal, fuerte y de poca alzada,  subió ágilmente la vereda hasta el camino y, obedeciendo a un leve golpe de rodillas, se dirigió al trote hacia la próxima aldea de San Andreas de Rassillie. 
  Dejando al caballo la responsabilidad del camino, Roy continuó dejando correr perezosa­mente  sus pensamientos. Era un hombre con suerte, se dijo. Por lo que le había contado Andreas,  su padre adoptivo, él era godo e hijo de godos. Su padre, Rodrigo de Onna, había muerto cuando él tenía seis años, parece ser que defendiendo la causa de su Señor el Rey Égica. Andreas, a la sazón armero de Rodrigo, logró huir llevándose a Roy consigo. Y cuando Andreas se estableció como forjador y herrero en Rassilie el pequeño fue bien aceptado a pesar de su estirpe.


San Andreas de Rassilie era una aldea de no más de cien habitantes, situada en un amplio valle orientado de norte a sur y enmarcado por el río Silentium al este y por una línea de colinas que lo separaban del río grande, el Asson. La antigua calzada romana que unía la costa, distante algo más de tres leguas hacia el norte, con las tierras altas más al sur, atravesaba el valle serpenteando suavemente y, en su centro, junto a la iglesia de San Andreas y bordeando la calzada se agrupaban las casas de la aldea.
Al llegar a la altura de la taberna de Silio, Roy desmontó, amarró el caballo a una de las argollas de la pared y, trofeo en mano, entró en la estancia.
¡Silio!
  La taberna estaba desierta a aquella hora. Media docena de mesas estaban dispuestas de forma ordenada. Teniendo en cuenta el carácter de Silio, se dijo Roy, la limpieza y el orden eran mejores que de costumbre. Al fondo de la estancia había una repisa de madera apoyada sobre caballetes que servía de soporte a varios odres de vino y a una barrica de sidra. Roy depositó con cuidado el salmón sobre ella.
¡Silioo!
¡Va !
Al cabo, por una puertuca al fondo de la pared de la derecha apareció una mujer de unos cuarenta años, fuerte, de expresión agradable.
– Ah, ¿eres tú, Roy?
– Hola, Sinda. ¿No está Silio?
Ermesinda miró a Roy con complicidad.
– Ha ido a la cueva a buscar unos quesos para esta noche. ¿Y tú qué, ya tienes la cena?
  Roy indicó con la mirada el lugar donde había dejado su presa, a la vez que una sonrisa mostraba su satisfacción.
¡Buen Dios!, exclamó Ermesinda al apartar los helechos que cubrían el salmón. Éste es mayor que el que pescó Ramiro el año pasado. Ah, y además, Cosme ha traído una pierna de jabalí salado. Os daréis un banquete.


   Cosme era un hombre polifacético, pastor en parte, filósofo en general, tallista habilidoso capaz de entresacar de un trozo de madera la figura de un santo o de un dragón, según cómo tuviera el día, pero, además, era un cazador implacable, maestro en el arte del acecho, de ver e interpretar las sutiles huellas de sus presas en el interior del bosque y del arco, que utilizaba, y no sólo contra los animales se decía, con precisión mortal. De niño, a Roy le fascinaba su cabaña de piedra con techo de barro y paja, asentada en un claro del robledal de Valseca. Solía pasar las horas muertas escuchando las historias mágicas improvisadas por Cosme.
Ramiro era algo mayor que Roy y su amigo desde que él podía recordar. Vivía con su padre, el maestro Claudio, en una buena casa de piedera contigua a la de Andreas. Detrás de la casa estaba el taller de cantería que le había hecho famoso, y donde Roy, de pequeño, se pasaba las horas fascinado por las formas que Claudio iba haciendo aparecer de los bloques de piedra que trabajaba. Cuántas veces, recordaba, había tenido pesadillas en las que las sombras monstruosas de demonios, dragones y animales fabulosos, salidas de la mano de Cludio, cobraban vida y se acercaban a él de forma amenazadora. Como juego, primero y como pasión después, había comenzado a usar el puntero y la maza imitando al maestro y con los años había llegado a ser un hábil oficial.
– Hasta la noche, Sinda. Estoy seguro de que cenaremos como príncipes.
Mientras se dirigía a su casa, Roy reanudó sus pensamientos. La casa de Andreas y de Amelia, su mujer, era vieja, aunque de buena piedra. La planta baja estaba ocupada en su mayor parte por la fragua y el taller, desde donde se subía a la vivienda. Contigua a estos y ocupando una de las esquinas traseras se hallaba una pequeña cuadra, suficiente para albergar  dos caballos y media docena de ovejas.



A veces lamentaba no haber seguido el oficio de Andreas y estaba seguro de que, en el fondo, éste le reprochaba que le hubiese abandonado para ser aprendiz de su vecino Claudio. Claro que, a medida que sus habilidades como cantero se fueron haciendo más notorias, Roy había notado que su padre adoptivo se encontraba más satisfecho. Y cuando, dos días antes, llegó por la noche a casa y, después de contarles a sus padres  el final de la obra de Ancillo y la felicitación de Dom Elipando, entregó a Amelia las seis monedas de oro que había recibido, notó en la mirada de Andreas el brillo del orgullo que sentía.
Amarró el caballo en el establo y le echó unas brazadas de hierba. Dándole una palmada en la grupa, salió hacia la fragua, de la que partía el sonido limpio del martillo al batir el hierro sobre el yunque.
– Buena tarde, padre. ¿le ayudo un rato?
– Ah, Roy. ¿Cómo te ha ido la pesca?
– He cogido uno grande, padre. Dará para que cenemos todos.
Andreas golpeaba con precisión una tira de hierro al rojo, dándole una curvatura que la asemejaba progresivamente a una herradura. Con la tenaza llevó la pieza hasta la calda de la fragua y la enterró entre el carbón incandescente, mientras Roy tiraba de la cuerda que accionaba el gran fuelle. Un chorro de chispas y de luz surgió de la calda produciendo un efecto hipnótico, casi mágico.
El herrero era un hombre de unos cincuenta años, de complexión fuerte y altura mediana. Vestido con un chaleco y unos pantalones de grueso paño de lana, un mandil de cuero le protegía del calor de la fragua. Su frente y sus brazos estaban cubiertos de pequeñas gotas de sudor. Mientras se recalentaba el metal, observaba a Roy mover el fuelle de forma mecánica.
– Excelente muchacho, se dijo, un verdadero regalo para nosotros. Dios quiera darle la suerte que le negó a su padre.



Hurgó con la tenaza entre los carbones incandescentes hasta sacar la pieza que ahora se encontraba al rojo blanco. Con hábiles golpes sobre el yunque terminó la herradura, le hizo los agujeros y la sumergió un momento en una tina llena de agua. Una nube de vapor se levantó de su superficie, a la vez que la nueva herradura, ahora ya oscura, era arrojada al montón donde estaban las demás producidas aquel día. Pronto, pensó Andreas, habrá que forjar más, muchas más. Y también armas, si los caldeos siguen avanzando hacia el norte, ahora que, muerto Rodrigo, el trono está vacío y el poder en manos de nadie y de todos.
Sí, malos tiempos se avecinaban. Andreas metió de nuevo la tenaza entre las llamas, sacó una tira de hierro y la llevó rápidamente al yunque. Mientras la batía de forma mecánica para iniciar la forma de la siguiente herradura, su mente seguía absorta en sus pensamientos: Se decía que los moros habían llegado hasta Toledo, que era como decir que el mal había alcanzado al corazón. Cada vez se veían más familias que llegaban del sur en busca del refugio de las montañas.
Tres años antes, cuando aún parecía que los caldeos se contentaban con organizar correrías por la Bética en busca de botín y que sus intenciones no eran de conquistar y establecerse, llegó a Rassilie el primer forastero, Alfonso, conde de Melgar.
¿En qué está pensando, padre?. Se le ha quedado frío el metal.
Andreas sonrió a su hijo y metió rápidamente en la calda la herradura a medio forjar. Haciendo un gesto, quitó importancia a su distracción. No quería perturbar con sus pensamientos el estado de ánimo de Roy, al menos no aquel día.
– En nada, Roy. Me debo estar volviendo viejo y me distraigo.


   
  Casi sin darse cuenta se sumergió de nuevo en sus pensamientos: La llegada de Alfonso fue un duro golpe para la aldea pues, aunque algunos habían comentado que los ricos, godos o no, huían como liebres en cuanto oían el más leve ruido que pudiera hacer peligrar sus bienes, el sentir general era que su llegada debía obedecer a causas graves y ciertas y que los rumores del avance de los moros hacia el norte seguro que eran fundados. Alfonso no era un cualquiera, era el cómite de Melgar, hombre de confianza del dux de Cantabria y había gozado del favor del propio rey. Si él había dejado sus tierras y sus responsabilidades para venir a Rassilie a refugiarse en la incómoda casona de El Viar no debía haber sido por capricho. Pronto se supo que el señor de Melgar no había venido precisamente a refugiarse sino a organizar la defensa de los pasos de montaña y a dirigir la resisten­cia contra los caldeos, pero, desgraciadamente, el tiempo estaba confirmando los peores temores de que nadie había conseguido detener la invasión, como demostraba el hecho de que los refugiados subían a Cantabria por millares. Y de Cantabria no había lugar para huir, el mar no era ningún refugio, así que algo tendría que ocurrir...
¿Pero, qué le pasa, padre?
Andreas retiró rápidamente la herradura de la fragua y terminó de forjarla.
– Tienes razón, hijo, creo que por hoy ya he trabajado bastante. Además esta noche quiero estar descansado para ir a tu cena.
– Tampoco vaya a descansar demasiado. Acuérdese de que el día de San Andreas le tuvieron que traer a casa entre cuatro, dijo Roy guiñando un ojo.
– Eso son exageraciones de tu madre. Yo podía caminar solo.
– Si, pero hacia al río. Ellos le trajeron a casa.

Padre e hijo dejaron la fragua entre risotadas y subieron a la vivienda.

16 enero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (II)

Andrés tenía un taller de forja que ya apenas utilizaba. Hoy en día el trabajo en caliente con el hierro tenía un precio prohibitivo, así que se dedicaba sobre todo a la carpintería metálica, aunque no desdeñaba cualquier encargo que necesitase de su habilidad innata. De su taller habían salido cosas tan variadas como ventanas metálicas, puertas rústicas de madera con refuerzos de hierro, piraguas de fibra de vidrio con remos de carbono, verjas, mesas de comedor, coches de caballos...
– Oye, Chicho –Milio preguntó después de echar un trago– ¿qué dijiste el otro día que tenías que hacer en Rasiles, buscar minas?
– Buscarlas, no, que ya sé dónde están. Tengo que señalarlas en un mapa y escribir un informe.
¿Que sabes dónde están las minas? –ahora era Andrés, incrédulo, el que intervenía–. Querrás decir que conoces unas cuantas, pero no puedes conocer todas.

– Pues puede que las conozca todas, no creas. Pero no se trata de saber dónde están todas las minas sino de conocer el tipo de minerales que hay en la comarca y calcular la riqueza en metal que tiene cada yacimiento. Con este estudio se puede determinar si hay metales que se podrían explotar en un futuro. Y, desde luego, estad seguros de que hay yacimientos en Rasiles que nunca se han explotado. A ver, ¿conocéis por aquí alguna mina de carbón?, ¿a que no? Pues hay carbón, lignito.
– Yo tampoco creo que las conozcas todas –insistió Milio–. Hay una que yo me sé en Elguera que es imposible...
¿En la ladera del monte o abajo en el valle? –le interrumpió Chicho, poniendo cara de cachondeo.
– En el valle –su interlocutor aclaró, esta vez con menos convicción.
– Hay una bocamina a la derecha del camino que va a la cueva, tapada por los bardales. ¿Es ésa la que dices?
Milio respondió encogiéndose de hombros, aunque estaba seguro de que habría alguna mina que Chicho desconociera. Era cuestión de informarse.
– Oye, Andrés –esta vez era el geólogo el que interrogaba–, al pasar en otro día hacia Villaparte me pareció ver gente trabajando en la iglesia. ¿Han comenzado de nuevo las obras?
– Qué va, llevan paradas más de dos años. Ahora están viniendo unos de Santander a hacer una zanja al lado de la iglesia pero creo que no tiene que ver nada con la reconstrucción.
Al reencontrarse Chicho con el pueblo después de tantos años y ver la iglesia de su infancia parcialmente destruída, una gran consterna­ción se había apoderado de él. Aquel edificio enorme formaba parte inseparable de su niñez y era, junto a los ríos y la cueva, el centro donde se aferraba su memoria. Y aún, de pequeño, cuando su comprensión no podía abarcar el valor artístico de las cosas, él ya sabía que el retablo de San Andrés era mejor que los de las iglesias de los pueblos próximos. Se había derrumbado la torre, arrastrando consigo el extremo oeste de la nave central. 


No quedaba nada de las campanas, del reloj... Sin embargo algo se había hecho: un muro exterior se había vuelto a levantar, la iglesia se había cerrado con un tabique provisional y el tejado se había reparado. Aunque sin torre, y a falta del trozo oeste, la construcción estaba, al menos, segura, libre de goteras y, mejor aún, libre de intrusos que durante algún tiempo entraron con total impunidad en su interior.
– Quizá algún día –sentenció Chicho– tengamos más sensibilidad para las obras de arte, para los edificios históricos y nos preocupemos de conservarlos. Quizá pase como con la conservación de la naturaleza que, ahora, por lo menos, se habla de ella. Pero por el momento empleamos el dinero en otras cosas: cohetes para las fiestas, losas de hormigón para los polideportivos, bellos palacios para fantasmales parlamentos autóctonos...
– Autónomos –corrigió Milio, que leía el periódico todos los días en la taberna.
– Pues eso, autónomos.
– Tampoco está tan descuidado el tema de la conservación –Andrés, que había sido concejal, replicó–, que el Ayuntamiento ha dado dinero para la iglesia y en Rasiles la gente está ahora arreglando mucho las casas.
– Sí, y tú seguro que les instalas la carpintería de aluminio donde antes había balconadas. ¿O no?
– Es que es mucho mejor, es una carpintería para toda la vida. La de madera necesita que se le pinte con frecuencia, si no, en este clima...
– Pero de esa forma se cambia el aspecto de las casas, pierden la belleza y la sencillez que tenían. Ya apenas queda arquitectura de la región sin retocar.
– Bueno, a la gente lo que le importa es tener una casa cómoda y que no le dé problemas. Tampoco van a dejar el pueblo como hace cien años sólo para que vengan los turistas en Agosto a sacar fotos.
La conversación iba tomando forma, las ideas se iban perfilando y aquello se podía alargar. Después del tercer vino a palo seco, según costumbre local, Chicho pensó que convendría continuar en otro lugar, en otras condiciones.
   – A mí me va entrando flojera –dijo– y necesito comer algo. Os invito a una chuleta con patatas en Ampuero y allí continuamos la charla.
Andrés no podía, su mujer le estaba esperando. ¿No tienes teléfono? pues llámala, coño. 
   – Nada de ir a Ampuero, en mi casa nos comemos unos huevos con pimientos –propuso Milio–. ¿A que ya no te acuerdas a qué sabe un huevo frito casero? Que me dan reparos, que qué va a decir tu madre. Bueno, pero yo llevo el vino. 
   Un rato después los tres se encaminaron hacia la casa de Milio. Esperanza, su madre, seguía teniendo la energía y el carácter de siempre, gobernando su casa con firmeza pero mimando todavía a su hijo el soltero. Acogió a los invitados de Milio con cordialidad y los acomodó en la mesa de la cocina mientras se hacían los pimientos y los huevos. Andrés, que no se había quedado conforme con las dudas de Chicho en cuanto a cómo debía ser la conservación de las casas, abrió el fuego buscando más apoyos.
– Oye, Esperanza –comenzó–, explícale a Chicho por qué quitaste el balcón e hiciste una terraza acristalada.
– Es más práctico –la mujer se volvió hacia ellos– y no entra tanto frío en la casa. Antes había ganado en la cuadra y el calor de las vacas se notaba mucho aquí arriba. Ahora, con la calefacción, el dinero se escapa a chorros si las ventanas no cierran bien. Además el agua que entraba en el balcón acababa por pudrir las tablas del suelo...
– Y aunque se arreglen las casas –Milio observó, mientras llenaba de vino su vaso– siguen siendo las mismas, la mayoría son muy viejas. Yo creo que se han conservado bien.



– Qué va, –Chicho respondió con rapidez–, ¿no ves que es más fácil construir algo nuevo que reparar lo viejo?. No, las casas de Rasiles son modernas, como mucho la más vieja tendrá dos siglos. No tenéis más que ver cómo está formado el pueblo: una hilera de casas a todo lo largo de la carretera. Los pueblos antiguos tenían las casas agrupadas. Esto les permitía defenderse mejor de sus enemigos. 
– Entonces –terció Andrés–, tu quieres decir que Rasiles no tiene más de dos siglos, que no me lo creo, o que hace más tiempo el pueblo tendría otra forma y las casas estarían en otro sitio.
– Eso es, probablemente estarían todas agrupadas alrededor de la iglesia. Y como la iglesia también es moderna habría otra en otro lugar. O quizá la de hoy ha sido levantada sobre la que había antes. Esto ocurre con frecuencia, de esta forma se aprovechaban los cimientos y el material de la construcción vieja.
Esperanza presentó en la mesa una fuente de pimientos verdes que servían de base a media docena de huevos fritos. La conversación se detuvo mientras los tres hombres se repartían aquel manjar y daban las primeras arremetidas a las amarillas yemas, auxiliados cada uno con un trozo de pan. Sus recuerdos sensoriales le llegaron de golpe a Chicho.
– Hacía años que no probaba algo tan rico, Esperanza – exclamó después de comerse un pimiento mojado en el huevo–, ya se me había olvidado este sabor.
– Tienes que venir más por aquí –respondió la mujer sonriendo, halagada–, sabe Dios las porquerías que te has acostumbrado a comer.
– Me has convencido con esta cena –respondió Chicho con buen humor– y te prometo que a partir de ahora trataré de venir con más frecuencia.
– Sobre eso de la antigüedad de las casas –habló Milio con la boca llena–, hay una que tiene más de tres siglos y puede que más de cinco. Bueno, en realidad no es una casa, son dos paredones, pero a mí me parece que son muy viejos.
¿Cuál, lo de las Once Puertas? –preguntó Andrés.
– No, hombre, esos dos paredones medio tapados de maleza que están en La Riva, en el prado de Fonso, al lado de la carretera.
¿Lo que está enfrente de la casa de Roberto? –quiso saber Chicho.
– Sí, eso. Esas ruinas tienen que tener un montón de años, no he conocido a nadie que sepa lo que eran.
– Yo siempre creí que eran las ruinas de un torreón –Chicho recordó–. Hace muchos años se notaba que tenía una especie de foso alrededor, me figuro que ahí sigue si alguien no ha metido una máquina para allanar el terreno.


– No, ahí sigue el foso como antes. Y tú, ¿cuántos años crees que tendrán esas piedras?
– Vete a saber, Milio, seguro que son anteriores a la iglesia, Y mira, sobre lo que hablábamos antes, a lo mejor la piedra que falta fue utilizada para construirla.
Andrés dejó de rebañar del plato las últimas partículas de yema y aceite y se quedó pensativo, como tratando de buscar algo en su memoria.
– Ahora que habláis de esto, ¿sabéis que al apilar las piedras que se cayeron de la torre se han encontrado algunas que tienen marcas o símbolos? Están guardadas dentro de la iglesia, a ver si alguien sabe lo que son.
Chicho se interesó. Ya se sabe, a un geólogo le interesan las piedras.
– Pero ¿son marcas hechas a mano o son señales naturales de la piedra? –quiso saber.
– Yo creo que son marcas hechas a mano. Hay unas que parecen la raspa de un pez, otras son un círculo, son de varios tipos.
– Eso es muy interesante, Andrés, me gustaría verlas. ¿Por qué no me las enseñas un día de de estos?
– El martes voy a estar toda la tarde aquí, así que te pasas por el taller y nos vamos a verlas. También quiero que veas unas arcillas de colores que han salido en una de las zanjas que han hecho los de Santander. Tú te acuerdas de que detrás de la iglesia íbamos, de chavales, a buscar arcilla, de esa blanca, para jugar, ¿no? Pues ésta está muy cerca, pero entre lo blanco se ven vetas de colores.
Chicho se dejó llevar unos momentos por sus recuerdos. En su época los niños jugaban con lo poco que tenían, es decir, con nada y con todo. Sus mentes estaban despiertas, lo imitaban todo, inventaban juegos. Y se jugaba en grupo, no en juegos informáticos y solitarios como hoy. La arcilla servía para muchas cosas, por ejemplo, para hacer bonitas cámaras fotográficas, con su objetivo, su visor y todo, que se dejaban secar al sol y fuera del alcance de otros niños. Don Mariano, el maestro, había hecho con ella una extraordinaria colección de poliedros. Servía para plantar derechos los bolos. Pero también servía para hacer “tapuleros”, algo parecido al fondo de una vasija antes de pasar por el horno que, cuando se les lanzaba sobre una losa plana con la boca mirando hacia abajo, explotaban por la presión del aire atrapado en su interior. Era una operación delicada, con gran riesgo de mancharse los pantalones y de las represalias consiguientes. El tapulero que hacía más ruido, ganaba. 
La cena, junto con las dos botellas de Paternina que Chicho había conseguido en la taberna, llegó a su final. No, ya no era cuestión de tomar la copa en Ampuero, todos, incluso Milio, tenían trabajo por la mañana. De vuelta al hotel, cara al sur, la transparencia de la noche, despejada y sin luna, permitía ver con claridad la constelación del Cisne allí en lo alto, con la estrella Vega a su derecha. Ojala –pensó Chicho– no cambie el tiempo mañana. El trabajo de campo que le esperaba le sería mucho más fácil.