CAPÍTULO III
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o sabía por qué, pero las
portillas metálicas, ésas que sirven para cerrar el paso de vehículos a una
finca, no le gustaban nada. Siempre la misma rutina, corta los cuadradillos
finos y los anchos, corta la chapa, monta el bastidor exterior y fíjalo con
gatos, puntea con soldadura, monta los cuadradillos finos, puntéalos... Siempre
igual, cada portilla igual a la anterior. Procuraba por eso no comprometerse a
hacer muchas, pero ésta –se dijo Andrés– ya hacía tres meses que la debería
haber entregado. Mejor terminarla de una puñetera vez y no contratar otra al
menos en un año.
El disco de corte producía un ruido chillón,
penetrante. Y otro larguerillo y más larguerillos, vaya mierda. Por el rabillo
del ojo notó que alguien entraba por la puerta del taller. Paró la máquina y se
levantó hasta la frente las gafas protectoras.
– Coño, Chicho, ¿qué te trae por aquí? –dijo, aliviado
por aquel pretexto para parar un momento.
– ¿Es martes, no? No me digas que te has
olvidado de que habíamos quedado esta tarde para ir a ver la iglesia.
– Anda, es verdad. Espera un poco a
que acabe de cortar estas piezas –dijo Andrés, bajándose las gafas– y ahora nos
vamos para allá.
El sonido estridente del disco
mordiendo con fuerza el acero llenó el taller. Chicho retrocedió hacia la
salida observando con curiosidad el chorro de chispas incandescentes que se
desprendía de la máquina, como si de una mágica manguera que arrojaba gotas de
fuego se tratara. Unos minutos después el ruido cesó y del taller salió Andrés,
que cerró la pesada puerta metálica. Los dos hombres se dirigieron a la casa,
próxima a la iglesia, donde se guardaba la llave de ésta.
– No creo que haya mucha luz en el
interior –explicó Andrés–, así que me he traído esta linterna por si acaso.
Cuando Chicho entró en la iglesia sus
peores temores se confirmaron. Parte del mortero que cubría las piedras de las
bóvedas se había desprendido, dejando en lo alto grandes calvas que destacaban
sobre las partes pintadas que aún resistían. Aunque el cascote había sido
retirado en su mayor parte, aún quedaban rastros del desastre sufrido, bancos
de madera destrozados y apilados en uno de los cruceros, siluetas vacías en los
altares indicando el lugar en que, en otro tiempo, habían existido estatuas
quizá perdidas para siempre, montones de piedras aquí y allá...
Aquel espectro
de la iglesia que él había conocido de niño, el olor a humedad y a cerrado que
invadía el recinto le deprimían. Andrés, insensible a la impresión que todo
aquello producía en su compañero,
avanzó con decisión hacia el extremo oeste de la nave, hacia uno de los muchos
montones de piedras que se encontraban agrupados con más o menos cuidado. La
luz era escasa y encendió la linterna.
– Mira, aquí hay una marca– dijo, a la vez
que dirigía el haz de luz hacia un sillar rectangular–. ¿No ves ese
círculo?
Chicho observó con atención la
superficie toscamente labrada de una piedra arenisca. Un círculo de unos diez
centímetros de diámetro, del que parecían salir como rayos, indicando
probablemente un sol, era claramente visible en uno de los lados.
– Qué curioso, nunca he visto nada
igual. Y parecen marcas muy antiguas.
– Pues hay más, mira otra aquí.
Efectívamente, el mismo tema del sol
se repetía en otra pieza, esta vez perteneciente al arco de una bóveda.
– Y aquí hay una que parece una raspa
de pez –señaló
con la linterna Andres hacia otro lugar.
Bueno, –pensó Chicho–, parecía una espina
pero quizá no lo era. La talla de la piedra era bastante más fina que las que
había visto antes y a la espina le faltaba la cola. ¿Cómo puede haber una raspa de pescado
sin cola? Además la cabeza no tenía forma de cabeza.
Cogió con la mano un poco
de la tierra húmeda y oscura que cubría las losas del suelo y frotó con ella la
marca. Después sacó el pañuelo
y, dudándolo un poco, limpió con él la tierra que quedaba en la superficie. El
dibujo se veía ahora con claridad. Chicho se apartó un poco, doblando el cuello
para mirar bajo otro ángulo.
– Ayúdame a girarla un poco, Andrés
–pidió a su compañero.
La espina quedó en posición vertical,
la cola que no existía, hacia abajo.
– Ahora ya no parece una raspa, ¿no te parece,
Andrés? Ahora parece una espiga de trigo y lo que tiene encima es una R.
– Coño, es verdad, la espiga tiene incluso
rabo, ¿no
lo ves?
– Sí, sí, desde luego es una espiga
con una R. Lo que no sé es lo que quiere decir, nunca he sabido de marcas así.
Había más piedras con otras marcas,
pero no estaban a la vista, así que al cabo de un rato salieron al exterior
dejando atrás, ante el alivio de Chicho, aquel ambiente de ruina que le
deprimía. Dieron un rodeo para llegar al extremo oeste de la nave, allí donde
debía haber estado plantada la torre. Las losas del pavimento habían quedado a
la intemperie y, contigua a él, paralela a la nave, se extendía una zanja de
unos dos metros de profundidad y algo más de un metro de ancho. Andrés indicó
un punto por debajo del nivel del suelo.
– Mira ahí abajo, en la pared de la
zanja. ¿No
ves cómo la arcilla cambia de color? Allí es verde y más abajo rojiza.
Chicho observó un momento la capa de
caolín que el corte había dejado al descubierto. Efectivamente, había unos
curiosos estratos horizontales, como de cinco centímetros de espesor, que
presentaban varios colores diferentes y que se destacaban claramente en el
fondo blanco de la arcilla. Miró a su alrededor como buscando algo y avanzó
hasta un punto situado al pie del muro de la nave. Un momento después regresó
hasta la zanja trayendo en sus manos una improvisada escalera de madera y la
apoyó en el fondo de la excavación.
– Quiero ver de cerca de qué están
hechas esas rayas que se ven –explicó a Andrés, a la vez que descendía hasta el
fondo de la zanja.
Los estratos coloreados eran sin duda
también de caolín, aunque parecían estar contaminados por algún tipo de mineral
que les daba un tinte peculiar. Cogió un poco de aquella arcilla verde, la
desmenuzó entre sus dedos, la olió. La textura era más arenosa que la de la
arcilla blanca, suave y plástica. Los colores rojos y aún azules de otros
estratos le confirmaron que toda la masa estaba compuesta por el mismo mineral,
si bien no podía determinar el origen de aquellas curiosas pigmentaciones.
Fijándose ahora en el corte limpio
que formaba la pared de la zanja vio que había algo, como un trozo de piedra,
incrustado en la masa de arcilla. Escarbó con los dedos hasta arrancarlo,
comprobando que se trataba de un trozo de hueso y que, en realidad, toda la
pared contenía señales
de tener más piezas como aquella. Ya con curiosidad fue extrayendo las que
tenía más cerca, hasta que una de ellas, al salir completamente, manifestó con
claridad lo que era: un trozo de tibia con todas las trazas de ser humano.
– Oye, Andrés, ¿tú sabías que aquí
había huesos? –preguntó, a la vez que alargaba su macabro trofeo.
–
Coño,
¿dónde
estaba?
– Debajo de donde estás pisando, la
zanja lo ha dejado al descubierto. Espera –dijo mirando hacia el fondo–, esto
está lleno, joder.
Chicho salió de la zanja –pensó
Andrés– bastante más de prisa de lo que había entrado y miró con sospecha a su
alrededor. Su mirada se detuvo en las losas que formaban el pavimento de la
iglesia y que, ahora, sin la torre, se veían desde el exterior. Las losas llegaban
casi al borde de la zanja. Avanzó hacia ellas y las examinó. La distribución de
su colocación le resultó familiar: cuando eran niños el maestro les había explicado que
las losas estaban dispuestas de aquella manera y tenían aquella abertura
alargada porque eran enterramientos antiguos. Que en la antigüedad enterraban a
los muertos bajo el suelo de las iglesias.
– Vaya una cosa que me has ido a enseñar –Chicho,
reprochó a su amigo, a la vez que buscaba algo donde limpiarse las manos–, me
has hecho escarbar en un camposanto.
Y se dirigió a toda prisa a la fuente
instalada en una zona ajardinada, a pocos metros de distancia. Mientras se
frotaba las manos con tierra y se las lavaba bien, encima tenía que oír las
carcajadas de Andrés. Cuando regresó, aún no repuesto del todo del asco que le
había asaltado, oyó la voz con retranca de éste.
– Bueno, qué, ¿ya has averiguado
de dónde vienen los colores de la arcilla?
Chicho le iba a responder cuando se
fijó en que dos personas habían aparecido hacia el otro extremo de la zanja y
parecían estar tomando medidas. Hizo un gesto con la cabeza a Andrés, en
dirección a ellos.
– ¿Aquellos?, creo que son los que han
estado trabajando aquí, en la zanja.
– Hombre, vamos a hablar un rato con
ellos.
Al acercarse hacia los desconocidos,
uno de ellos, un hombre grueso que permanecía en cuclillas al borde de la
excavación volvió la cabeza. Tendría unos cincuenta y cinco años, de aspecto
afable y un tanto descuidado. En sus manos tenía una cinta de agrimensor que,
sin duda, la otra persona estaba sujetando más lejos. A su lado, en el suelo,
descansaba un cuaderno de notas.
– Buenas tardes –le saludó Chicho,
avanzando despacio hacia él.
– Buenas tardes –contestó el otro,
mirando a los recién llegados.
Andrés no era amigo de hablar con los
desconocidos, sobre todo cuando no sabía qué decirles. Y aquél, se dijo, era un
caso típico, aunque a su compañero
no parecía preocuparle.
– Ya era hora de que recomenzaran las
obras de la iglesia –Chicho pensó que aquel globo–sonda sería tan bueno como
cualquier otro–. Porque ustedes son los de la obra, ¿no?
– En absoluto –respondió el otro, no
sin cierta ironía, como si hubiera adivinado sus intenciones de sonsacarle–,
nosotros estamos haciendo unas excavaciones.
– ¿Arqueológicas?
– Arqueológicas.
El hombre dejó la cinta en el suelo,
hizo una anotación en el cuaderno y se incorporó. Más que grueso era enorme por
todas partes, aunque no de aspecto temible. Su camisa se le había salido por
detrás dándole un aspecto desenfadado.
– Salvo en el caso de la Cueva del
Valle, –continuó Chicho–, creo que ésta es la primera vez que se está haciendo
una excavación científica en Rasiles. ¿Hay algo de interés por aquí?
Otra figura salió por detrás del
crucero de la iglesia, trayendo en la mano el extremo de la cinta. Se trataba
de una mujer, más joven que su compañero, quizá de unos treinta o treinta y cinco años, aunque una
sudadera azul marino con un escudo estampado, que le caía más abajo de la
cintura, sobre unos vaqueros, le daban un aspecto bastante más joven. Miró a
los visitantes con curiosidad y luego se dirigió a su compañero.
– ¿Hay que tomar más medidas?
– No hace falta, ya tengo todos los
datos –contestó el hombre.
Luego se volvió hacia Chicho. –«Creo
que tiene usted razón, no hemos encontrado rastros de estudios anteriores
relativos a la comarca. ¿Que
si hay algo de interés? –continuó–, bueno, hay un poco de todo: pre–romano, un
poco de romano, algo más de visigodo y, por supuesto, medieval y moderno».
– Con la profundidad de la zanja
–repuso Chicho, evaluándola mentalmente–, no creo que hayan llegado hasta
estratos del neolítico.
Los dos miraron con curiosidad a su
interlocutor.
– No –respondió el hombre–, nuestro
interés se limita a las épocas que le he dicho. ¿No será usted geólogo?
– Sí, precisamente yo también estoy
haciendo un estudio por aquí para el Instituto Geológico y Minero. Parece que
somos casi colegas –añadió,
sonriendo, a la vez que alargaba la mano hacia el hombre–. Me llamo Chicho Maza
y éste es Andrés Zorrilla.
– Román Sanemeterio –el gigante
extendió la mano–, del Departamento de Arqueología de la Facultad de Filosofía
y Letras de Santander. Ella es Belén Cacho, también del Departamento.
Las presentaciones parecieron
facilitar el diálogo, romper el hielo.
– Pues caes bien –Román se dirigió a
Chicho–, porque nos hemos encontrado, al hacer una zanja, una piedra alargada,
vertical, aislada, en un lugar donde no hay ninguna otra y nos gustaría saber
si es algo natural o si ha sido colocada en ese lugar por el hombre.
– Bien, cuando queráis la vemos. Yo
suelo dedicar el día a recorrerme la zona, pero a media tarde ya estoy de
vuelta. Pero ahora que estamos aquí, al lado de la zanja, resulta que hemos
visto restos humanos por todas partes. Me figuro que son de los enterramientos
de la iglesia, ¿no?
Belén, que todavía no había abierto
la boca, pareció dispuesta a colaborar en satisfacer la curiosidad de Chicho.
– Sí, pero por lo que hemos visto,
algunos enterramientos son anteriores. Es posible que haya una diferencia de
cientos de años
entre los que están más abajo y los que están próximos al nivel actual del
terreno.
– Oye, Román –preguntó (tampoco era
cuestión de que ahora que había comenzado a hablar Belén, éste se quedara al
margen)–, entonces habéis encontrado rastros romanos y visigodos. ¿Son importantes?
– No mucho. Se puede decir que aquí
ha habido romanos, aunque no una población importante ni una guarnición. Hemos
encontrado alguna moneda, restos de cerámica y poco más. Hay en cambio muchos
más rastros visigóticos: bastantes monedas, armas, aperos, restos
arquitectónicos... Incluso debajo de la iglesia, allí donde la zanja descubre
los cimientos del paredón que falta, puedes ver que se han armado sobre otros
más antiguos. Y si seguimos excavando, probablemente nos encontraríamos con un
muro todavía anterior. La mayor parte de los edificios importantes se hacían
aprovechando algo de otros más antiguos.
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