Andrés tenía un taller de forja
que ya apenas utilizaba. Hoy en día el trabajo en caliente con el hierro tenía
un precio prohibitivo, así que se dedicaba sobre todo a la carpintería
metálica, aunque no desdeñaba cualquier encargo que necesitase de su habilidad
innata. De su taller habían salido cosas tan variadas como ventanas metálicas,
puertas rústicas de madera con refuerzos de hierro, piraguas de fibra de vidrio
con remos de carbono, verjas, mesas de comedor, coches de caballos...
– Oye, Chicho –Milio preguntó
después de echar un trago– ¿qué dijiste el otro día que tenías que hacer en
Rasiles, buscar minas?
– Buscarlas, no, que ya sé dónde
están. Tengo que señalarlas en un mapa y escribir un informe.
– ¿Que sabes dónde están las minas?
–ahora era Andrés, incrédulo, el que intervenía–. Querrás decir que conoces
unas cuantas, pero no puedes conocer todas.
– Yo tampoco creo que las
conozcas todas –insistió Milio–. Hay una que yo me sé en Elguera que es
imposible...
– ¿En la ladera del monte o abajo
en el valle? –le interrumpió Chicho, poniendo cara de cachondeo.
– En el valle –su interlocutor
aclaró, esta vez con menos convicción.
– Hay una bocamina a la derecha
del camino que va a la cueva, tapada por los bardales. ¿Es ésa la que
dices?
Milio respondió encogiéndose de
hombros, aunque estaba seguro de que habría alguna mina que Chicho
desconociera. Era cuestión de informarse.
– Oye, Andrés –esta vez era el
geólogo el que interrogaba–, al pasar en otro día hacia Villaparte me pareció
ver gente trabajando en la iglesia. ¿Han comenzado de nuevo las obras?
– Qué va, llevan paradas más de
dos años. Ahora están viniendo unos de Santander a hacer una zanja al lado
de la iglesia pero creo que no tiene que ver nada con la reconstrucción.
Al reencontrarse Chicho con el
pueblo después de tantos años y ver la iglesia de su infancia parcialmente
destruída, una gran consternación se había apoderado de él. Aquel edificio
enorme formaba parte inseparable de su niñez y era, junto a los ríos y la
cueva, el centro donde se aferraba su memoria. Y aún, de pequeño, cuando su
comprensión no podía abarcar el valor artístico de las cosas, él ya sabía que
el retablo de San Andrés era mejor que los de las iglesias de los pueblos
próximos. Se había derrumbado la torre, arrastrando consigo el extremo oeste de
la nave central.
No quedaba nada de las campanas, del reloj... Sin embargo algo
se había hecho: un muro exterior se había vuelto a levantar, la iglesia se había
cerrado con un tabique provisional y el tejado se había reparado. Aunque sin
torre, y a falta del trozo oeste, la construcción estaba, al menos, segura,
libre de goteras y, mejor aún, libre de intrusos que durante algún tiempo
entraron con total impunidad en su interior.
– Quizá algún día –sentenció
Chicho– tengamos más sensibilidad para las obras de arte, para los edificios
históricos y nos preocupemos de conservarlos. Quizá pase como con la
conservación de la naturaleza que, ahora, por lo menos, se habla de ella. Pero
por el momento empleamos el dinero en otras cosas: cohetes para las fiestas,
losas de hormigón para los polideportivos, bellos palacios para fantasmales
parlamentos autóctonos...
– Autónomos –corrigió Milio, que
leía el periódico todos los días en la taberna.
– Pues eso, autónomos.
– Tampoco está tan descuidado el
tema de la conservación –Andrés, que había sido concejal, replicó–, que el
Ayuntamiento ha dado dinero para la iglesia y en Rasiles la gente está ahora
arreglando mucho las casas.
– Sí, y tú seguro que les
instalas la carpintería de aluminio donde antes había balconadas. ¿O no?
– Es que es mucho mejor, es una
carpintería para toda la vida. La de madera necesita que se le pinte con
frecuencia, si no, en este clima...
– Pero de esa forma se cambia el
aspecto de las casas, pierden la belleza y la sencillez que tenían. Ya apenas
queda arquitectura de la región sin retocar.
– Bueno, a la gente lo que le
importa es tener una casa cómoda y que no le dé problemas. Tampoco van a dejar
el pueblo como hace cien años sólo para que vengan los turistas en Agosto a
sacar fotos.
La conversación iba tomando
forma, las ideas se iban perfilando y aquello se podía alargar. Después del
tercer vino a palo seco, según costumbre local, Chicho pensó que convendría
continuar en otro lugar, en otras condiciones.
– A mí me va entrando flojera –dijo– y necesito comer algo. Os invito a una chuleta con patatas en Ampuero y allí continuamos la charla.
– A mí me va entrando flojera –dijo– y necesito comer algo. Os invito a una chuleta con patatas en Ampuero y allí continuamos la charla.
Andrés no podía, su mujer le
estaba esperando. ¿No tienes teléfono? pues llámala, coño.
– Nada de ir a Ampuero, en mi casa nos comemos unos huevos con pimientos –propuso Milio–. ¿A que ya no te acuerdas a qué sabe un huevo frito casero? Que me dan reparos, que qué va a decir tu madre. Bueno, pero yo llevo el vino.
Un rato después los tres se encaminaron hacia la casa de Milio. Esperanza, su madre, seguía teniendo la energía y el carácter de siempre, gobernando su casa con firmeza pero mimando todavía a su hijo el soltero. Acogió a los invitados de Milio con cordialidad y los acomodó en la mesa de la cocina mientras se hacían los pimientos y los huevos. Andrés, que no se había quedado conforme con las dudas de Chicho en cuanto a cómo debía ser la conservación de las casas, abrió el fuego buscando más apoyos.
– Nada de ir a Ampuero, en mi casa nos comemos unos huevos con pimientos –propuso Milio–. ¿A que ya no te acuerdas a qué sabe un huevo frito casero? Que me dan reparos, que qué va a decir tu madre. Bueno, pero yo llevo el vino.
Un rato después los tres se encaminaron hacia la casa de Milio. Esperanza, su madre, seguía teniendo la energía y el carácter de siempre, gobernando su casa con firmeza pero mimando todavía a su hijo el soltero. Acogió a los invitados de Milio con cordialidad y los acomodó en la mesa de la cocina mientras se hacían los pimientos y los huevos. Andrés, que no se había quedado conforme con las dudas de Chicho en cuanto a cómo debía ser la conservación de las casas, abrió el fuego buscando más apoyos.
– Oye, Esperanza –comenzó–,
explícale a Chicho por qué quitaste el balcón e hiciste una terraza
acristalada.
– Es más práctico –la mujer se
volvió hacia ellos– y no entra tanto frío en la casa. Antes había ganado en la
cuadra y el calor de las vacas se notaba mucho aquí arriba. Ahora, con la
calefacción, el dinero se escapa a chorros si las ventanas no cierran bien.
Además el agua que entraba en el balcón acababa por pudrir las tablas del
suelo...
– Y aunque se arreglen las casas
–Milio observó, mientras llenaba de vino su vaso– siguen siendo las mismas, la
mayoría son muy viejas. Yo creo que se han conservado bien.
– Qué va, –Chicho respondió con
rapidez–, ¿no ves que es más fácil construir algo nuevo que reparar lo viejo?.
No, las casas de Rasiles son modernas, como mucho la más vieja tendrá dos
siglos. No tenéis más que ver cómo está formado el pueblo: una hilera de casas
a todo lo largo de la carretera. Los pueblos antiguos tenían las casas
agrupadas. Esto les permitía defenderse mejor de sus enemigos.
– Entonces –terció Andrés–, tu quieres decir que Rasiles no tiene más de dos siglos, que no me lo creo, o que hace más tiempo el pueblo tendría otra forma y las casas estarían en otro sitio.
– Entonces –terció Andrés–, tu quieres decir que Rasiles no tiene más de dos siglos, que no me lo creo, o que hace más tiempo el pueblo tendría otra forma y las casas estarían en otro sitio.
– Eso es, probablemente estarían
todas agrupadas alrededor de la iglesia. Y como la iglesia también es moderna
habría otra en otro lugar. O quizá la de hoy ha sido levantada sobre la que
había antes. Esto ocurre con frecuencia, de esta forma se aprovechaban los
cimientos y el material de la construcción vieja.
Esperanza presentó en la mesa
una fuente de pimientos verdes que servían de base a media docena de huevos
fritos. La conversación se detuvo mientras los tres hombres se repartían aquel
manjar y daban las primeras arremetidas a las amarillas yemas, auxiliados cada
uno con un trozo de pan. Sus recuerdos sensoriales le llegaron de golpe a
Chicho.
– Hacía años que no
probaba algo tan rico, Esperanza – exclamó después de comerse un pimiento
mojado en el huevo–, ya se me había olvidado este sabor.
– Tienes que venir más por aquí
–respondió la mujer sonriendo, halagada–, sabe Dios las porquerías que te has
acostumbrado a comer.
– Me has convencido con esta
cena –respondió Chicho con buen humor– y te prometo que a partir de ahora
trataré de venir con más frecuencia.
– Sobre eso de la antigüedad de
las casas –habló Milio con la boca llena–, hay una que tiene más de tres siglos
y puede que más de cinco. Bueno, en realidad no es una casa, son dos paredones,
pero a mí me parece que son muy viejos.
– ¿Cuál, lo de las Once Puertas?
–preguntó Andrés.
– No, hombre, esos dos paredones
medio tapados de maleza que están en La Riva, en el prado de Fonso, al lado de
la carretera.
– ¿Lo que está enfrente de la casa
de Roberto? –quiso saber Chicho.
– Sí, eso. Esas ruinas tienen
que tener un montón de años, no he conocido a nadie que sepa lo que eran.
– Yo siempre creí que eran las
ruinas de un torreón –Chicho recordó–. Hace muchos años se notaba que tenía una
especie de foso alrededor, me figuro que ahí sigue si alguien no ha metido una
máquina para allanar el terreno.
– No, ahí sigue el foso como antes. Y tú, ¿cuántos años crees que tendrán esas piedras?
– Vete a saber, Milio, seguro
que son anteriores a la iglesia, Y mira, sobre lo que hablábamos antes, a lo
mejor la piedra que falta fue utilizada para construirla.
Andrés dejó de rebañar del plato
las últimas partículas de yema y aceite y se quedó pensativo, como tratando de
buscar algo en su memoria.
– Ahora que habláis de esto, ¿sabéis que al
apilar las piedras que se cayeron de la torre se han encontrado algunas que
tienen marcas o símbolos? Están guardadas dentro de la iglesia, a ver si
alguien sabe lo que son.
Chicho se interesó. Ya se sabe,
a un geólogo le interesan las piedras.
– Pero ¿son marcas
hechas a mano o son señales naturales de la piedra? –quiso saber.
– Yo creo que son marcas hechas
a mano. Hay unas que parecen la raspa de un pez, otras son un círculo, son de
varios tipos.
– Eso es muy interesante,
Andrés, me gustaría verlas. ¿Por qué no me las enseñas un día de de estos?
– El martes voy a estar toda la
tarde aquí, así que te pasas por el taller y nos vamos a verlas. También quiero
que veas unas arcillas de colores que han salido en una de las zanjas que han
hecho los de Santander. Tú te acuerdas de que detrás de la iglesia íbamos, de
chavales, a buscar arcilla, de esa blanca, para jugar, ¿no? Pues ésta
está muy cerca, pero entre lo blanco se ven vetas de colores.
Chicho se dejó llevar unos
momentos por sus recuerdos. En su época los niños jugaban con lo poco que
tenían, es decir, con nada y con todo. Sus mentes estaban despiertas, lo
imitaban todo, inventaban juegos. Y se jugaba en grupo, no en juegos
informáticos y solitarios como hoy. La arcilla servía para muchas cosas, por
ejemplo, para hacer bonitas cámaras fotográficas, con su objetivo, su visor y
todo, que se dejaban secar al sol y fuera del alcance de otros niños. Don
Mariano, el maestro, había hecho con ella una extraordinaria colección de
poliedros. Servía para plantar derechos los bolos. Pero también servía para
hacer “tapuleros”, algo parecido al fondo de una vasija antes de pasar por el
horno que, cuando se les lanzaba sobre una losa plana con la boca mirando hacia
abajo, explotaban por la presión del aire atrapado en su interior. Era una
operación delicada, con gran riesgo de mancharse los pantalones y de las
represalias consiguientes. El tapulero que hacía más ruido, ganaba.
La cena, junto con las dos
botellas de Paternina que Chicho había conseguido en la taberna, llegó a su
final. No, ya no era cuestión de tomar la copa en Ampuero, todos, incluso
Milio, tenían trabajo por la mañana. De vuelta al hotel, cara al sur, la
transparencia de la noche, despejada y sin luna, permitía ver con claridad la
constelación del Cisne allí en lo alto, con la estrella Vega a su derecha. Ojala –pensó Chicho– no cambie el tiempo
mañana. El trabajo de campo que le esperaba le sería mucho más fácil.
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