01 julio 2013

RECUERDOS (V)

Pido perdón a mis condescendientes y fieles seguidores por el retraso en la publicación de este capítulo. Como disculpa diré que me encuentro ya en Cantabria y que este pasado fin de semana la Banda de Música de Ramales no me ha dejado un momento libre entre ensayos, conciertos y desfiles. Espero que en adelante no haya nada que perturbe mi proverbial puntualidad.

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Mauro es uno de los grandes en asados. Nuestra mesa, inmediata al horno, nos aguarda.
Mientras atacamos el cordero con delectación yo confraternizo con el maestro asador, que me cuenta un par de secretos. Al final de la comida me regala un plato refractario de los que se usan para asar un cuarto de cordero.
Una vez más se plantea la cuestión de echar o no una siestecita de una hora. El debate se salda conque Ramón, Álvaro y yo la echamos y Luis y Ricardo deciden visitar el castillo.
A las seis nos reunimos en el bar del hostal. Luis nos abandona porque, según él, no ha venido a Peñafiel a echar siestas y, también, porque dos días fuera de casa le parece excesivo. Nosotros sospechamos que su interés era meramente visitar Vega-Siclia y que prefiere pasar el domingo en casa tranquilamente. Le tendremos en observación.
A todo esto, Ricardo sigue insistiendo en la conveniencia de comprar vino de cosechero. Al final -ya se ha enterado donde se puede encontrar- accedemos a regañadientes a ir hasta el pueblo vecino de Curiel.
Un sábado a las seis y media de la tarde no parece ser el peor día de la semana, pero en Curiel no se ve un alma. Perplejos, caminamos la única calle hasta desembocar en una plaza flanqueada por un castillo parcialmente en ruinas, siempre buscando a alguien que nos pueda informar del dichoso vino.
De improviso, con un chirrido, se abre un cuarterón de la puerta principal del castillo y aparece una figura inmóvil. Todos trotamos esperanzados hacia ella. Al acercarnos vemos que se trata de un muchacho con síndrome de Down.
_  ¿Tú vives aquí? le pregunto.
El otro asiente con la cabeza.
_  Pues debes ser muy rico para vivir en un castillo.
_  Castillo no, palacio.
_  Como el Rey, en el Palacio de la Zarzuela, insinúa Ricardo.
_  No, que el Rey tiene un palacio nuevo y este está echo una mierda.
Con su media lengua nos indica que preguntemos calle arriba, y hacia allí nos dirigimos. Efectivamente, encontramos a alguien que tiene vino para su consumo y que accede a vendernos.
Mientras va a casa a buscar la llave de la bodega llama mi atención un caseretón de adobe con un muro parcialmente derruido. Me acerco con precaución a mirar en su interior y veo algo inesperado: un lagar del siglo XV o XVI con su palanca enorme destinada a prensar la uva. El mismo que se puede contemplar en La Cueva de Chinchón o en la Casa Grande de Torrejón de Ardoz, solo que aquí se encuentra casi en ruina y no parece que nadie se preocupe de conservarle.
Cuando regresa nuestro cosechero le pregunto de qué época es el lagar y si ha conocido a alguien que lo haya visto funcionar.
_  ¡Qué hacer!, yo mismo he estado trabajando con él muchos años. Todavía me acuerdo del trabajo que costaba subir la palanca.
_  Pero, ¿cuánto tiempo hace que no funciona?
_  Pues quince o veinte años.
Estoy asombrado. Mira por dónde, un procedimiento que yo creía abandonado desde hace siglos se ha estado utilizando hasta los años 70 o quizá más. Esta posibilidad de convivir con la Historia me parece admirable.
Un poco mas arriba, siguiendo la calle que sube por la ladera de un cerro, se encuentra la bodega de nuestro vinicultor. Una puertuca muy vieja da paso a un recinto excavado en el cerro. Bajando unos peldaños tallados en una roca blanda y desgastados por el uso nos encontramos con una pequeña sala donde se halla una tinaja solitaria, depositaria del néctar que se nos ofrece.
Bajamos un poco más y, en otra sala a la que se accede por un hueco tallado igualmente en la roca, aparece . . . ¡Un lagar del siglo XV o XVI aunque más pequeño que el que he visto hace un rato.
_  ¡Pero, si tiene usted otro lagar aquí!, exclamo perplejo.
_  Pues claro, ¿como quiere que haga el vino?
Me hubiera gustado hacerle mil preguntas y le miraba como a un viajero del tiempo que hubiera surgido de repente del pasado. Quizá algún día lo haga.
El vino, para que negarlo, era bastante malo. Tenía mal color, olía a lías de fermentación y su sabor no iba mucho más allá. Pero, después del trabajo que se había tomado el hombre yendo por la llave a su casa, decidimos comprar una cántara.
El problema era que no teníamos envases, pero al cabo regresó con tres bidones de cinco litros que habían contenido agua mineral. Los acomodamos en el interior del coche porque no nos fiábamos de su integridad estructural ni la de los tapones.

Nos despedimos de Curiel, no sin antes sacarnos una bonita foto al pie del rollo que está a la entrada, para regresar a Peñafiel. Aún nos quedaba subir hasta el castillo, mole impresionante de planta alargada que recuerda a un barco gigantesco, desde cuya posición se dominan decenas de kilómetros de llanura cultivada.
Al regreso, bajando con cuidado la carretera estrecha de curvas cerradas, alguien advierte:
_  ¿No oléis como a vino?
Ricardo lanza una exclamación sorda y me ordena parar.
_  ¡Se ha roto un bidón!
Yo, que me doy cuenta de los efectos del vino en la moqueta de mi coche, salgo de prisa, agarro el bidón y ahí que te va cuneta abajo dando tumbos y soltando vino a derecha e izquierda.
_  Era tu bidón, exclama Ricardo. Acabas de tirar quinientas pesetas a la cuneta.
_  Tú y tus ideas, exclamo yo. Te has empeñado en comprar un vino asqueroso a precio de vino bueno y lo que más me preocupa es que lo hayas hecho después de visitar Vega-Sicilia. Deberías consultar con un siquiatra.
Con los dos bidones supervivientes bien estibados en el maletero regresamos al pueblo para continuar la visita que habíamos empezado el día anterior. Esta vez no llueve, por lo que el paseo se alarga hasta la hora de cenar.
Al regreso al hostal el del bar se interesa:
_  ¡Qué!, ¿cómo les ha ido el día?, ¿pudieron visitar Vega-Sicilia?
Ramón da toda clase de explicaciones y yo observo que la parroquia nos empieza a tratar con más respeto.
El domingo por la mañana amanece con un poco de nieve y con un frío que pela. Salimos al centro del pueblo porque Ramón quiere comprar algo de vino en una tienda que no parece muy cara.
Aunque nos explica que parte es para encargos que le han hecho, lo cierto es que el tío compra seis botellas de Valbuena y una de Único ante el asombro de los demás.
_  Esta vez no lleva el fondo del grupo, comenta Ricardo con sorna. Si no, a la vuelta a Barcelona te volvería a llamar diciendo que, como se ha gastado mucho dinero, seguro que ha estado pagando gastos comunes de sus propios fondos.
A mi me toca llevar al coche una de las cajas de madera con profusas marcas de que aquello es Vega-Sicilia. La verdad, me siento algo cohibido de que alguien nos confunda con miembros del Gobierno.
La primera etapa del día, ya deshaciendo camino, es Roa, sede del Consejo Regulador de Ribera del Duero. Allí llegamos hacia las doce y, como siempre, nos damos una vuelta.
Lo primero que notamos es que los bares son más caros, con aspecto de cafetería. Quizá nos vamos acercando a las vías principales de comunicación y a la influencia de ciudades como Madrid y Bilbao -mi mujer ha establecido una elaborada teoría por la cual los precios bajan, la presión urbanística disminuye y la tranquilidad, calidad y estilo de vida mejoran a medida que nos alejamos de Bilbao-.
En una de las cafeterías se informa, por todos los medios, de que tienen precios de bodega. Vamos, que es casi como comprar en un centro oficial dependiente del Consejo Regulador. Como tenemos cara de turistas nos hacen pasar a la cava donde tienen una exposición con sus precios.
El resultado es desalentador: La botella de Valbuena del 89 que Ramón ha comprado hace media hora en Peñafiel por cuatro mil quinientas pesetas vale aquí ocho mil. Medito unos momentos acerca de quién tiene la responsabilidad del precio de las cosas: si el fabricante o el mercader.
Palpándonos el trasero para comprobar que aún tenemos la cartera, partimos a escape de Roa en dirección a nuestra penúltima etapa, Aranda de Duero.
De Aranda, ¿para qué vamos a hablar?. Es vieja conocida nuestra y nos encanta. Desde que puedo recordar, es la reina del cordero asado. Claro que, esta vez, no nos apetece incidir en el impúber ovino por no establecer comparaciones con Peñafiel.
Terminamos en una tasquita al pie de una iglesia -tengo que recordar su nombre- con un pórtico gótico sorprendente. Unas mollejitas, morcilla y algo de chorizo, acompañado todo con un clarete de la tierra, sirven para cerrar un período quizá ya demasiado cargado durante el fin de semana.
Ramón y Álvaro se despiden pues el camino a Barcelona es largo. Ricardo y yo nos quedamos solos un rato -Madrid está a menos de dos horas- mientras paseamos por la ciudad al solecillo de Abril.
Vámonos, que mañana hay que trabajar.
Madrid, Mayo de 1995. Alberto me habla a regañadientes, se le nota que sigue cabreado por lo que él considera una traición. Parece que está planeando una venganza consistente en organizar una próxima inmersión cuando a él le dé la gana. Veremos.
Álvaro me llama desde Barcelona para informarme de que él, Ramón y algunos amigotes se han bebido la botella de "Único" comprada en Peñafiel y de que el vino demostró una sorprendente coexistencia entre un cuerpo aún muy potente y un bouquet complejo y elegante.
-  ¿Con qué lo habéis acompañado? inquiero yo, inquieto, ante la gravedad del momento.
_  Ah, nos trajimos jamón ibérico, queso manchego y chorizo cular.

(¡Bah, pandilla de horteras! Dios da pan a los que no tienen dientes)

1/2 Cordero Lechal Asado

Preparación

Untar de aceite el cordero y sazonar con sal.
Colocar en una cazuela de barro, la parte interior del cordero hacia arriba. Añadir un vasito de agua al fondo de la cazuela.
Precalentar el horno a 190º (techo y solera) y meter la cazuela durante 60-75 minutos.
Dar la vuelta al cordero, reponer el agua y volver a meter la cazuela en el horno durante otros 75 minutos.
Se sirve en la misma cazuela.
Tiempo total: 2.5 horas aprox.

(Continuará)

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