19 julio 2013

RECUERDOS (y VIII)

                                                            NAPA VALLEY

Hace ya algún tiempo que los cofrades tenemos descuidada la inmersión enológica, quizá porque a Alberto el médico ha tardado en levantarle la sanción, o porque el cronista se ha dedicado últimamente con más afán a cuestiones de arquitectura allá en Cantabria o por otras razones de explicación prolija, pero el hecho es que hace más de dos años que no hacemos una salida. El caso es que, debido a un viaje profesional, di con mis huesos, y con los de Ada, en California a mediados de un frío mes de Enero de 1998.
Si bien no puede negarse que San Francisco esté en California y que por tanto tiene que hacer calor, ya se sabe, lo mismo que se sabe que allí hay maricones (en inglés se dice gays), la realidad es que su latitud es comparable a la de Burgos y que, qué demonios, allí hace frío en Enero. No obstante, el último día de estancia en la ciudad hacía un solecito muy agradable que permitía ir a cuerpo, abandonando la gabardina que nos había acompañado machaconamente los días anteriores.
Puesto que nuestro avión no salía hasta aquella tarde, Mike me propuso hacer una escapada hasta el Valle del Napa. No le dejé terminar, le dije que estaríamos encantados.  Dicho y hecho, salimos de la ciudad por el Bay Bridge  y, desde Oakland, tomamos la autovía hacia el norte bordeando la bahía de San Francisco y, más tarde, la de San Pablo. En algo menos de una hora entrábamos en el valle.
El paisaje es soberbio. Una serie interminable de colinas de pendiente suave que sirven de descanso para la vista, en las que se extienden grandes extensiones de viñedos en espaldera. Una carretera local serpentea entre las colinas dejando ver aquí y allá casitas de madera o las  edificaciones más grandes de las bodegas. No hay pueblos, no hay monumentos, sólo viñedos.
Al salir de una curva de la carretera aparece ante nosotros la bodega Carneros Creek Winery, nos metemos al aparcamiento y salimos a disfrutar del sol. La bodega es muy pequeña, de fábrica de madera. Los elementos de vinificación están instalados detrás del edificio principal, bajo un cobertizo. No hay nada que nos indique que estamos en Estados Unidos. Entramos a la sala de cata y ahora sí que noto que no estamos en España:

                                                            "Degustation  2$"

Un empleado aburrido aunque sonriente, que siempre es de agradecer, nos cobra los dos dólares por cabeza y nos escancia copas, primero de blanco y después de tinto. El blanco es de uva Chardonnais y está muy rico, bien vinificado.  Ada se lleva la copa al jardín y se hace la loca. No le interesa mucho la cata de vinos, pero en este país de histéricos no permiten fumar en la sala de cata, así que se sale a fumar un pitillo.
Mike y yo pasamos por el Cabernet Sauvignon de 3 y de 5 años y por el Pinot Noir. En todos los casos se trata de vinos bien constituidos, potentes, de cuerpo medio. Creo que estos vinos están bastante mejor que la primera vez que los probé, hace más de veinte años.
_  Encuentro alguna diferencia en cuerpo y en sabor entre los dos Cabernet Sauvignon. ¿Es debido a diferentes procesos de crianza? pregunto al empleado.
_  No, sobre todo se debe a que hemos utilizado dos clones diferentes.
Ahora sí que estoy perdido. Me cercioro de si en inglés, clon quiere decir clon. Me responde que sí, que las cepas se reproducen por medio de clones y que, de la Cabernet Sauvignon se han identificado unos 150. En fin, no sospechaba yo que la ingeniería genética afectaba también a la vid, vivir para ver.
_  Veo que todos sus vinos son monovarietales. ¿No tienen vinos con mezcla de cepas diferentes?
El empleado me dice que no, que la gente los prefiere así, quizá porque los distingue mejor al no tener que retener el nombre de la bodega o la marca del vino. En fin, en cada país sus costumbres. Con el estómago ya más entonado nos despedimos y seguimos camino.

File:Lightmatter napa valley.jpgAl cabo de pocos kilómetros entramos en una finca bien cuidada, los viñedos parecen jardines que parten de ambos lados de la carretera de acceso, perfectamente asfaltada. Esta se dirige hacia una colina ancha y baja, cubierta de césped, pero ni señal de bodega ni de presencia humana. La carretera se hace tangente a la colina por su base y se curva siguiendo su contorno, a la vez que inicia una subida gradual. A media altura aparece bruscamente la entrada de un bunker que se interna en la colina. Tiene toda la pinta de una entrada para cargas de uva hacia el lagar. Siguiendo la carretera, siempre hacia arriba, llegamos hasta una explanada ya cerca de la cumbre, donde aparcamos el coche.
Estoy desconcertado, sé que hemos llegado a la bodega, pero no la veo. Excavada en la ladera hay una puerta poco mayor que la de entrada a mi casa. Una chica sale de ella y yo me acerco para preguntarle dónde está la entrada principal. En esto me fijo que encima de la puerta hay un pequeño rótulo: "CODORNIU  NAPA - Visitors Entrance".
¡Estamos en la bodega de Codorniu! Está claro que el amigo Mike ha querido darnos una sorpresa. Aún con alguna duda -esto no se parece a nada que huela a vino y que yo haya visitado antes- traspasamos la puertita para llegar a un pequeño vestíbulo cuya única salida es la puerta de un ascensor que nos lleva al piso superior.
Estamos en una sala de acogida de visitantes, ultramoderna, con grandes ventanales que se abren hacia una terraza que domina la finca. Una colección de cuadros de temas taurinos cubre gran parte del contorno de la sala. Al fondo, una pequeña barra nos indica el lugar destinado a las degustaciones, así que nos dirigimos hacia allí. Ya me voy familiarizando con el terreno.  En un extremo de la barra dos parejas -heterosexuales, lo aclaro porque estamos en California- están dando sorbitos a unas copas de "sparkling wine".
Detrás de la barra está Gaspar, que nos sonríe de oreja a oreja, nos pregunta que qué tal estamos hoy -es curioso el poco interés que tienen en saber qué tal nos encontrábamos la semana pasada- y nos da la bienvenida a Codorniu. Ada y yo nos esforzamos en mostrar cara de poker pues apenas podemos aguantar la risa: el amigo Gaspar es un perfecto ejemplar de sarasa y, la verdad, nos ha pescado de sorpresa. Mike está más tranquilo. Gaspar nos ofrece degustar cuatro tipos de vino -4 $ por cabeza- y mientras nos sirve las copas nos informa de que la próxima vista a la bodega comenzará dentro de 10 minutos, pero que nos podemos llevar la copa durante la visita, si aún no la hemos acabado.
_  ¿Podríamos saludar a la Sra. Raventós? le pregunto.
Imposible, la Directora ha tenido un niño hace un mes y se encuentra en España.
Mientras tanto, vamos con la degustación. Estos vinos son algo más dulces que la norma en España -que, a su vez, es más dulce que en Francia- y bastante más frutales, sin duda por la presencia de cepas Chardonnais y Pinot Noir. Esta última estaba sobre todo presente en un vino rosado, que nos pareció excelente.
La hora de comer ya iba acercándose y sentíamos la debilidad del alcohol sin el apoyo de algo sólido. Ada mete la mano en un cesto con bombones colocado sobre la barra -Qué detalle-. Al cabo comenzamos la visita de las instalaciones, sólo para nosotros tres. La bodega es pequeña -unas trescientas mil botellas de capacidad, en contraste con los cinco millones de la casa madre- y se nos indica que la técnica ha venido directamente de España. Y como la técnica adelanta que es una barbaridad, resulta que la rotación a mano que se daba a las botellas para que el poso se deposite en el gollete se hace ahora con una máquina. Por lo demás, todo me pareció más o menos normal, menos ver una canasta de baloncesto instalada en el almacén de expedición. Está claro que el fútbol es minoritario en USA.
De regreso de la visita pasamos de nuevo al salón de cata a terminar nuestras copas y a pagar a Gaspar. Cuento con cuidado 12 dólares pero veo que la tira de la caja registradora que me alarga, sonriente, Gaspar marca 13. La compruebo con curiosidad y todo se aclara: el bombón que cogió Ada del cestito de la barra valía un dólar.
Mike se había informado mientras tanto de un lugar para comer. Quince minutos más tarde llegamos a Napa, capital del condado, y buscamos el restaurante. El pueblo me recuerda los de esas películas de ambiente rural americano: casas de madera de dos plantas a ambos lados de la calle, algún porche sobre la acera en donde los viejos te miran sentados en sillas.
El restaurante está contiguo a una galería comercial, ahora cerrada a las dos de la tarde, tiene una decoración sencilla pero es muy acogedor. Nos sentamos e, inmediatamente, antes de abrir la boca, una sonriente y coqueta camarera rubia nos coloca en la mesa una jarra de agua con hielo, un tazón con algo dentro y un cesto lleno de media hogaza de pan troceada en dados como de dos dedos. Sorprendido, veo que en el tazón hay un líquido que parece aceite. Yo desconfío, estamos en Estados Unidos y no en Córdoba, así que cojo un poquito de pan del cesto, lo mojo en el tazón, lo olfateo y lo cato. ¡Es aceite de oliva y muy bueno! Cuando pregunto que de dónde es, me dicen que de California, que cada vez hay mayor extensión de olivar. 
En fin, puede que dentro de unos años nos lo vendan a buen precio como ocurre ahora con el maíz. Espero que no. Este aperitivo de pan con aceite nos ayuda a esperar la comida sin angustias. Después de elegir, Ada se dirige al baño, para lo cual tiene que esperar a que devuelvan la llave. Un momento más tarde, la sonriente camarera le indica que la llave ya está disponible. Ada parte hacia lo desconocido. Cuando llega mi turno soy informado de que la llave está en un extremo de la barra y de que el servicio se encuentra saliendo al patio.
Me encuentro con la primera dificultad al ver que la llave está unida a un llavero y que este, sin duda para evitar que alguien se lo lleve sin querer, no es otra cosa que un cucharón de servir con un agujero en el extremo del mango. Ignoro si el lector será de esos que buscan notoriedad venga o no a cuento, pero les aseguro que yo no soy nada partidario de exhibir ante todo un restaurante la herramienta que pretendo usar para aliviar mis íntimas urgencias. Disimulando el feroz llavero salgo lo más discretamente posible hacia el patio, separado del restaurante por un muro acristalado, y ataco la única puerta que veo: entra la llave, gira en la cerradura pero no gira la manilla que debe accionar el resbalón.
Miro desazonado a mi alrededor y veo otra puerta, esta vez acristalada, que conduce a lo desconocido. Me interno a través de ella y me encuentro en el interior de la galería comercial, sombría y desierta. Allí no veo trazas de ningún servicio, así que deshago el camino y vuelvo de nuevo al patio, no vaya a ser que haya otra puerta que se me hubiera pasado la primera vez, pero nada.
En esto se abre la puerta que conduce al restaurante y veo avanzar hacia mí, sonriente como siempre, pero también con un sutil aire de cachondeo, a la camarera que nos atiende, preocupada, sin duda, por mi tardanza. Le explico que la cerradura está bloqueada. Ella, segura de sí misma como una sultana, se dirige a la puerta y la abre. Yo no me dejo abatir fácilmente y me quejo de que esa puerta me ha negado el paso hace sólo tres minutos, y se lo demuestro: Cierro, hago girar de nuevo la llave y la manilla sigue bloqueada. Me vuelvo a la rubia con una sonrisa de triunfo:
_ You see? It remains locked!
_  Oh, that? Just push!
Efectivamente, no había que girar la manilla, sólo empujar la puerta. Ni que decir tiene que al regresar para dejar la llave y el cucharón en su sitio procuré exhibir mi mejor sonrisa, demostrando que yo era hombre de mundo y por encima de detalles sin importancia.
Al comienzo de la tarde iniciamos nuestro regreso a San Francisco.  Aún había que recoger el equipaje e ir al aeropuerto, pero todavía seguía recordando la mirada de la camarera rubia cuando acudió en mi ayuda mientras estaba luchando con el cucharón.

NOTA DE CATA:

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