13 julio 2013

RECUERDOS (VII)

El mercadillo de Cintruénigo está muy concurrido a las doce y media. Además de los inevitables puestos de lencería y moda hay un buen número de tenderetes de alimentación donde, rápidamente, compramos las vituallas que nos mantengan un nivel razonable de alcohol en sangre. Poco después nos dirigimos a la bodeguita de Javier que está en una calle contigua.
Por un portón metálico que da paso a un antiguo corral de gallinas se accede, bajando unos escalones, a la bodega. El propietario, orgulloso, nos muestra su colección de botellas. Ricardo, sin hacer demasiado caso a sus explicaciones, se afana en partir queso, chorizo y pan. Yo estoy sin remedio afectado por el reflejo de Paulov. Miro de reojo las manipulaciones de Ricardo, a la vez que trago la saliva sobrante.
Durante un par de minutos la conversación se ve acompañada por ruidos de masticación y deglución urgentes hasta que las aguas vuelven a su cauce.
Javier nos abre una botella de vino con su propia etiqueta: Cosecha del 89, muy equilibrado y con buen cuerpo. Su secreto es comprar en la cooperativa vino de tempranillo y un poco de Cabernet-Sauvignon, hacer su propia mezcla y criarlo él mismo en una barrica de 100 litros. El resultado es excelente.
Es la una y media y aún tenemos que ir hasta Olite para visitar otra bodega. Nos despedimos efusivamente de Javier y salimos a escape.
A las dos, temiendo que ya esté cerrada, llegamos a la Bodega Piedemonte. Nuestro anfitrión, el gerente de la bodega, estaba a punto de irse pero nos invita a hacer una visita rápida. Críspulo, cargado con dos bidones de vino que acaba de comprar, se dirige a la salida pero al ver que hemos venido de Madrid para conocer la bodega lo piensa mejor, deja los bidones en un rincón y nos acompaña a la visita.
Críspulo Larrañaga es de San Sebastián, es cúbico -prácticamente sus tres dimensiones son iguales- y parece estar encantado con nosotros.
_  ¿Ya conocéis el chacolí? nos pregunta.
_  ¿El tinto o el blanco? le respondo.
Inmediatamente comprende que está hablando con entendidos y se pone a escuchar con atención las explicaciones del gerente.
Se trata de una bodega nuevecita que un grupo de socios, propietarios y cosecheros en su mayoría, acaba de poner en marcha. Es totalmente opuesta a la cooperativa de Cintruénigo en cuanto a apariencia, instalada en un conjunto de edificios de arquitectura vanguardista y orientada a dar una imagen de marca inmejorable.
Las instalaciones de vinificación son soberbias: todo de acero inoxidable, aséptico, reluciente, con depósitos dotados de  control de la temperatura de fermentación, prensas neumáticas, tren de embotellado y etiquetado ultramoderno. . .
Después de un vistazo rápido, ya son las dos y media, pasamos a una sala de cata que parece una cafetería donde, como únicos clientes, se nos ofrece una degustación. De nuevo un gran rosado -excelentes estos rosados navarros- pero, sobre todo, un tinto de tempranillo con Cabernet-Sauvignon, el Oligitum, estupendamente conseguido. 
Críspulo reconoce que éste es bastante mejor que el tinto a granel que él se ha comprado, claro que bastante más caro también. A la salida vuelve a la carga con el chacolí:
_  Si alguna vez vais de cura de vino a Guipúzcoa -lo de la cura de vino ha despertado en él un interés inusitado- no dejéis de llamarme. Veréis qué chacolís vamos a probar. Me deja su teléfono y me informa de que trabaja en Zardoya Otis.
_  ¿Dónde podemos comer en Olite? pregunta con gran sentido práctico Ramón.
Se nos responde que en Gambarte, así que nos despedimos. El día ha sido duro y conviene darse un respiro.
Después de comer  -intelectualmente siempre pienso en la menestra de la ribera de Navarra, pero mis genes me pueden y al final caigo en las pochas- nos dirigimos hacia donde nos ha parecido ver fugazmente, por detrás de una muralla, el tejado de un castillo encantado. Efectivamente, nos acercamos a un arco a través del cual aparece la perspectiva sorprendente de una plaza empedrada y, al fondo, el castillo.
Parece encantado porque recuerda el de las láminas de los cuentos infantiles en todos sus detalles: sus almenas, sus torreones con una ventanita, sus tejados puntiagudos, . . .Tiene un no se qué que me recuerda al castillo de Pau, aunque esto no tiene nada de extraño ya que los reyes de Navarra lo eran también del Bearn en Francia.
Son las cinco, el tiempo está desagradable y lluvioso. Ante el eterno dilema de siesta sí o siesta no, se adopta una solución salomónica: Ramón y Álvaro se van al hotel en un coche y a los demás -la próxima escapada procuraré no llevar el mío- los llevo a Calahorra, eso sí, a regañadientes.
De Calahorra puedo decir que es una ciudad oscura y lluviosa. Quizá cuando la visite de día y en verano me forme otra idea.
Ya a pie y con la capucha de los chubasqueros bien subida nos lanzamos a explorar. Primero hay que buscar una farmacia de guardia para Ricardo. Preguntamos después a un guardia por la Catedral.
_  Cojan por esa calle abajo y la encontrarán enseguida, nos indica.
A los diez minutos de evitar charcos y de apartarse prudentemente de los rociones de los coches, ya estamos algo moscas: estamos claramente saliendo de la ciudad. Volvemos a preguntar y se nos anima a seguir: está ahí mismo.
Al cabo de otros cinco minutos la vemos en un recodo de la calle. Es una construcción barroca, de ladrillo, construida en el siglo XVI y con añadidos de finales del XVII. Está asentada en el lugar donde fueron martirizados, hacia el año 300, San Emeterio y San Celedonio, patronos de Calahorra y también de Santander -Siempre me sorprende la cantidad de referencias comunes entre La Rioja y Cantabria-.
Con un suspiro de alivio nos refugiamos en su interior, al calorcito. En el presbiterio están colocados asientos y atriles para el concierto de las nueve. Procurando reponer fuerzas y calorías apuramos los últimos minutos antes de emprender el regreso hasta el coche. ¡Demonio de guardia,  por qué no nos habrá dicho que la Catedral estaba a dos kilómetros¡.
Al fin llegamos al coche y nos ponemos en marcha hacia Cintruénigo. Una vez en el bar del hotel me espera otra mala noticia: se quieren quedar a ver el fútbol en la tele. Decididamente no es mi día.
Cuando casi a las once nos vamos a Corella a cenar a Casa Enrique -recomendado por los parroquianos del bar-, el dueño nos dice que ya es muy tarde y que no sirve más cenas.
Arrojados a la intemperie, alguien nos informa de que también podemos probar en El Paraíso. Efectivamente, de allí no nos echan pero más habría valido. La cena nos la sirven tarde y, lo que es peor, resulta una bazofia cuartelera -lo de cuartelera es de oídas porque yo en la mili comí estupendamente-.
El plan para el día siguiente, domingo, es ir a Corella para verla de día y después llegar a Tudela.
La mañana es fría pero soleada. Corella cambia por completo de fisonomía, los edificios señoriales se hacen reales, los frescos de la fachada de una de las iglesias adquieren color.
Pasamos al interior de la iglesia y nos encontramos con cientos de críos alborotando. Me dirijo al único adulto de la multitud:
_  Vaya lío que tiene usted aquí.
_  Si, hace años que decidí que era imposible tenerlos quietos.
_  ¿Y qué hacen aquí, hay catequesis?
_  No, vienen a misa. La misa de once es la de los niños.
Sorprendidos salimos. Por las calles que desembocan en la plaza vienen algunos más a la carrera.
El viaje hasta Tudela es un paseo de un cuarto de hora y llegamos a la hora en que la gente toma sus cervezas al sol de las terrazas de la plaza.
Damos una vuelta por los alrededores y nos detenemos a admirar la catedral siguiendo las explicaciones de Ramón sobre la transición del románico al gótico. No lejos, Álvaro descubre una construcción reciente de no se sabe qué y pide un dictamen a Alberto:
_  Y eso de la izquierda, ¿de qué estilo será?
_ ¿Aquello?, seguro que es sociata tardío, responde Alberto con convencimiento.
En la plaza sigue la animación, así que nos unimos a ella:
_  Cinco tintos, por favor.
La plaza es bellísima, con un kiosko para la música en el centro y las fachadas de las casas que la forman, perfectamente restauradas y decoradas con frescos que representan los linajes de la ciudad.
En nuestra actividad enológica nos adentramos por una calleja al fondo de la cual se lee: El Arco - Bodega del Siglo XIV. Ante la irresistible llamada penetramos, bajando  por una escalera, en una cueva donde se encuentra un mesón.
El abovedado es de sillería -me dicen que es la original- y el suelo de terrazo de barro. Por un hueco se accede a un comedor con mesas vestidas con manteles a cuadros rojos y blancos.
_  Cinco tintos, por favor.
Los vinos y los siguientes se combinan con unas cazuelitas mientras se entabla una conversación con parroquianos y camarero. Al rato, parte del grupo sale hacia el restaurante próximo donde hemos reservado mesa, no vaya a ser que nos la ocupen. Alberto y yo aún permanecemos un rato más.
Bajando la calleja llegamos enseguida a Casa Ignacio -El Restaurante de las Pichorradicas. En el local, minúsculo,  encontramos ya sentados a Ricardo, Ramón y Alberto. Hay tres mesas más ocupadas en la sala aunque al fondo parece que hay paso a otro comedor.
A la izquierda de la entrada, en frente de las mesas, hay un pequeño mostrador donde se encuentran cazuelas de callos y de bacalao, algunos quesos, una fuente con alcachofas y algunas otras cosas más.
Mi atención se ve atraída por una fuente con las tres cabezas de ajo más enormes que haya visto en mi vida. Durante un instante dudo si, en realidad, aquello pueden ser ajos. Con un gesto instintivo alargo la mano para tocarlos para ver si son de verdad, cuando noto que algo raro ocurre: el restaurante se ha quedado  bruscamente en silencio y, en voz baja, alguien dice ¡No!.
Retiro la mano, a la vez que miro a mi espalda. Todos los comensales me miran y me hacen signos de negación con la cabeza. En la mesa me explican, a la vez que siento exclamaciones de alivio:
_  ¡Casi la armas!, dice Ricardo.
_  ¿ ?
_  Ramón ha tenido una bronca con el dueño por hacer lo mismo.
_  No me extraña, esos ajos no pueden darse en la naturaleza.
_  No ha sido por los ajos. Ha cogido un queso y lo ha olido. El dueño le ha visto y le ha dicho que lo que está en el mostrador es para ver y no para tocar, que es una falta de higiene, que qué van a decir los clientes. Ramón le ha contestado que su gesto ha sido perfectamente normal y que se sabe perfectamente la normativa de higiene . .
En fin, que ahora vienes tú, haces lo mismo y, si te ve, nos echa a los cinco.
Bueno, los navarros tienen fama y ya vemos que no es sólo leyenda. Eso sí, comimos estupendamente.
Después de un café en la plaza -qué queréis, nos ha gustado mucho- nos separamos. Ramón y Álvaro regresan a Barcelona y el resto de la cofradía a Madrid.
Mientras preparaba esta reseña, Alberto ha caído enfermo aunque ya se ha recuperado. Por el momento el médico le ha retirado del vino -por el propio bien de Alberto espero que sólo sea temporalmente- y habrá que esperar por tanto a que le levante la sanción antes de iniciar una nueva salida.Todos los cofrades le desean su total restablecimiento.

NOTA DE CATA:
OLIGITUM - Cosecha 2002
Bodegas Piedemonte, Olite

A la vista, presenta un color cereza intenso de capa alta.
En nariz resulta un vino complejo en aromas de confituras frutales, con notas especiadas y ahumadas.
En boca es potente en fruta madura, con taninos sabrosos y dulces.
Equilibrado, envolvente y con final persistente.
Se recomienda servir entre 15 º y 18º C.

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