Abril 1999
4. Burgos - Carrión de los
Condes
El plan original era inteligente: pasar en
Burgos un par de días en casa de mis cuñados para incorporar la ciudad a
nuestro Camino y, a partir de allí, continuar la ruta pero, desgraciadamente,
no fue posible. Marieli no se encontraba bien, así que, habiéndole deseado una rápida recuperación, pasamos una mañana por delante de su casa, camino de
Villalvilla y Tardajos.
El tiempo se estaba empezando a estropear y no
tardó en comenzar a llover. De nuevo en la N-120 , la más peregrina de
todas las carreteras. Pasado Tardajos nos desviamos hacia Sasamón, la antigua
Segisamo romana, ciudad fortificada que posee una iglesia gótica sorprendente.
Aunque el coche lo habíamos dejado a no más de cincuenta metros de la iglesia, la carrerita que dimos hacia lo seco no impidió que empezáramos a calarnos. A pesar del agua no pudimos por menos de pararnos a admirar su portada principal, del siglo XIII. Su trabajo de labra es comparable al de las puertas dela Catedral de Burgos.
Es asombroso encontrar
semejante obra en un pueblo, hoy, más bien insignificante.
Aunque el coche lo habíamos dejado a no más de cincuenta metros de la iglesia, la carrerita que dimos hacia lo seco no impidió que empezáramos a calarnos. A pesar del agua no pudimos por menos de pararnos a admirar su portada principal, del siglo XIII. Su trabajo de labra es comparable al de las puertas de
Ya dentro, parece que nos estaban esperando,
pues enseguida un señor -yo sospechaba que era el cura, pero al cabo nos habló
de la familia de su mujer- se ofreció a enseñarnos la iglesia. Habían
organizado una asociación de amigos de
Sasamón y colaboraban en una exposición que se estaba montando. La iglesia, de
altas naves góticas, tiene empaque de catedral y no la pudimos abandonar hasta
que nuestro guía no se dio por satisfecho.
Pero teníamos mucho que recorrer, así que nos despedimos, dimos otra carrerita hasta el coche y regresamos a la carretera general, a Olmillos de Sasamón.
Pero teníamos mucho que recorrer, así que nos despedimos, dimos otra carrerita hasta el coche y regresamos a la carretera general, a Olmillos de Sasamón.
Queríamos ver su iglesia, pero llovía de tal
forma que nos contentamos con dar una vuelta por el pueblo -también en obras,
embarrado- con el coche. Mala suerte, así que seguimos hasta Villasandino donde
tuve que tomar una decisión difícil: o continuar por la nacional y visitar
Melgar de Fernamental, que como todo el mundo sabe era la patria chica del
héroe de mi novela, Alfonso de Melgar, o ceñirme a lo que habíamos venido, el
Camino de Santiago. Dolorosamente me salí de la N-120 , hacia Castrojeriz,
hacia nuestro objetivo. De todas formas Castrojeriz también sale en la novela,
allí vivía Ibrahim Ibn Yaquib, el maestro de Alfonso.
Pero tampoco tuvimos suerte. La tromba de agua
que caía apenas nos permitió movernos doscientos metros fuera del coche a lo
largo de la calle principal, desierta, decadente, ruinosa. Una desilusión, sobre
todo después de ver desde el llano la imponente silueta del castillo que se
recortaba en el cielo plomizo en lo alto de un cerro. Nos esperábamos más de
esta antigua ciudad fortificada y no vimos nada que despertara nuestro interés.
Claro, que con el agua que caía puede que no pasáramos por la calle mayor, sino
por otra, o que, incluso, aquel poblachón vetusto ni siquiera fuera
Castrojeriz. En fin, habrá que darle otra oportunidad en el futuro.
De nuevo en ruta, pasamos por Itero y por
Boadilla del Camino -ay, Ada no quiso que nos paráramos para saludar a mi
amigo Anaya- y llegamos a Frómista hacia la una de la tarde.
Ya no llovía y nos dirigimos, decididos, a visitar la iglesia de San Martín. Al salir del coche pasaron a nuestro lado dos peregrinos con aspecto de tortuga, tal era el efecto de un impermeable verde que les cubría desde la cabeza hasta media pierna, incluida la mochila. Uno de ellos se para, me mira no sé si con envidia o con sorna y me dice con un buen acento francés: “En coche, uno no se moja tanto, ¿eh?”
Ya no llovía y nos dirigimos, decididos, a visitar la iglesia de San Martín. Al salir del coche pasaron a nuestro lado dos peregrinos con aspecto de tortuga, tal era el efecto de un impermeable verde que les cubría desde la cabeza hasta media pierna, incluida la mochila. Uno de ellos se para, me mira no sé si con envidia o con sorna y me dice con un buen acento francés: “En coche, uno no se moja tanto, ¿eh?”
La pequeña iglesia nos pareció una joya
románica, simétrica, equilibrada, perfecta, atrayente como un pastelito, mitad iglesia y mitad fortaleza.
Esto, desde el exterior, porque el monumento, claro, estaba cerrado y no se
abriría hasta las cuatro y media de la tarde.
En una esquina de la plaza de la iglesia unas peregrinas francesas estaban trajinando en el equipaje, cargado en un coche. Dos de ellas se habían quitado las botas y se estaban cambiando de calzado. Me explican que hacen el Camino ayudadas por un “coche de apoyo”.
En una esquina de la plaza de la iglesia unas peregrinas francesas estaban trajinando en el equipaje, cargado en un coche. Dos de ellas se habían quitado las botas y se estaban cambiando de calzado. Me explican que hacen el Camino ayudadas por un “coche de apoyo”.
- “¿Desde dónde vienen ustedes?”, les
pregunto.
- De Francia.
- Bueno, eso ya se ve. Pero ¿de qué parte?
- De Biarritz.
- Pero eso está aquí al lado...
No sé por qué, yo me esperaba que fueran unas mujeres heroicas viniendo de algún lugar lejano, por lo menos de Alsacia.
En fin, que nos fuimos a comer a un buen
restaurante -que, mira tú, no estaba cerrado- situado en una casa antigua, bien restaurada, contigua a la
carretera general. Mi cordero estaba bueno, sin exagerar, y el bacalao de Ada
“tenía muchos huesos”. Con pena por no poder esperar a que abriesen San Martín,
salimos del pueblo hacia la siguiente parada obligada, Villalcázar de Sirga.
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