Efectivamente,
a las once de la mañana del sábado estábamos enfrente de Cune. El día era
lluvioso, por lo que salíamos del coche lo menos posible. En un sábado a esas
horas y con ese tiempo no había mucha gente por la calle. La verja de acceso a
la bodega estaba cerrada y, lo que era peor, no se veía un alma. Alberto salió
del coche y se puso a llamar a voces a su amigo. Nada.
Probamos fortuna
por otra puerta. Esta vez había gente: Un guarda en el interior.
_ Buenos días. ¿El Sr. Paz, por favor?
_ El Sr. Paz no está.
_ Ah, ¿Ha salido?
Tres pares de ojos
se volvieron a la vez hacia Alberto
_ Es que yo quedé
con él para visitar la bodega. ¿Sabe si va a volver esta mañana?
_ No creo, me figuro que volverá mañana por la
noche.
Durante
unos momentos hubo un silencio indicador de que nadie sabía qué hacer.
Afortunadamente, el guarda arrojó un poco de esperanza:
_ Si lo que quieren es visitar la bodega
vuelvan a las doce y hablen con el enólogo. Como son amigos del Sr. Paz,. . .
Y así lo hicimos:
A las doce estábamos de nuevo ante la entrada principal de la bodega. También
estaba un autocar con matrícula de Barcelona.
_ ¿Creéis que irán a la bodega?
_ Ni hablar. Estos están aparcados en la
explanada esperando a alguien.
En ese
momento el guarda abrió la verja y el autobús con sus turistas entraron al
recinto. Nosotros, cada vez más pesimistas, esperábamos ya que el guarda
cerrase de nuevo la verja cuando este nos hizo señas para que pasáramos
también.
_ Si quieren pueden unirse al grupo del
autobús.
Una vez dentro,
Alberto no estaba dispuesto a perder su prestigio de organizador así como así.
_ Esperad un momento, que voy a subir a la casa
de Paz a ver si hay alguien de la familia.
Lo que consiguió
fue despertar al hijo -el pobre no sabía nada salvo que sus padres estaban en
Bilbao- así que regresó a los pocos minutos para unirse, como nosotros, al
grupo de los catalanes.
La
bodega es impresionante, sobre todo las nuevas instalaciones de vinificación
con cubas de fermentación de acero inoxidable y control del proceso por
ordenador.
La cosecha del 94
estaba en plena fermentación y el enólogo levantaba las tapas de las cubas para
que pudiéramos ver el proceso. Medio en broma yo le aconsejaba:
_ Yo que usted no tendría tanto tiempo abierta
la tapa, no vaya a ser que se le pique el vino.
_ No hay peligro, el vino está perfectamente a
salvo.
_ Usted verá, pero tomando muchas más
precauciones, a mi se me pica el vino que hago.
_ Pero ¿usted le pone metabisulfito?
Gran
consternación, primero por que yo, efectivamente, no ponía metabisulfito y,
segundo, porque nunca se me habría ocurrido que las grandes bodegas utilizasen
estos productos. Pero, en fin, si el enólogo de Cune me lo recomienda no veo
razón para no utilizar yo también el dichoso metabisulfito. Trataré de
encontrarlo en alguna droguería.
La
visita terminó en un saloncito donde degustamos algunos vinos (el Imperial no
estaba en la lista) y devoramos unas lonchas de chorizo.
Empezando por el
Clarete del 87, me sorprendió su aroma y su cuerpo potente. Alguien me llenó
otra copa, que cogí con la mano izquierda, con Viña Real también del 87. De
nuevo aprecié la intensidad del aroma y la robustez del vino. El problema venía
al intentar diferenciar los caldos que tenía en ambas manos: Después de
sucesivas catas llegué a la conclusión de que me resultaban totalmente iguales
y, puesto que los precios no lo eran, manifesté a mis colegas que iba a comprar
una caja del más barato.
Alguien
que conocía los vinos mejor que yo -era el fabricante de las cajas de cartón
con que se expiden, aunque lo más importante era que la familia de su mujer
tenía una pequeña bodega- acudió en mi ayuda y me sacó al patio, donde había
más luz. Allí me hizo agitar las copas para determinar el movimiento
ligeramente diferente de un vino con respecto al otro.
¡Estaba claro! El
Viña Real daba la sensación de ser un poco más viscoso y, además, tenía un buquet
más pronunciado a madera.
El
problema era que, a estas alturas, yo ignoraba el caldo que tenía en cada mano
y cada vez me iba liando más. El dilema lo resolví, por tanto, comprando el
vino más barato.
No
obstante, este tema me lo voy a tomar muy a los pechos y estoy decidido a conseguir
diferenciar el Clarete del Viña Real aunque esto sea lo último que haga en la
vida.
Terminada
la visita a la bodega nos fuimos al centro de Haro a seguir degustando y a
comer a la Quica ,
solemne menestra, pero ¡ay!, no había menestra porque, según nos explicaron, no
era época de alcachofas.
Este
fue un segundo disgusto a sumar al de que Terete estaba cerrado por vacaciones.
Después
de comer se suele acometer la importante discusión de si es o no lícito hacer
un alto de hora y media para echar la siesta. Este debate no conduce a nada ya
que casi nunca hay unanimidad pero, en aquella ocasión, como no había gran cosa
que hacer en una tarde lluviosa a las cuatro de la tarde, se optó por la
siesta.
A las
cinco y media salimos hacia San Millán de la Cogolla y, siempre lloviendo, llegamos al fin al
monasterio de Suso. El pequeño cenobio, parcialmente excavado en la roca, es de
una sobriedad que sobrecoge el espíritu. Apenas un leve retazo de arte no
sujeto a la necesidad más inmediata, a la resolución más acuciante de un
problema de espacio vital.
Las
arcadas que soportan la única nave de la iglesia tienen, después de los siglos,
el sabor de algo realmente atemporal, tan viejo como la roca vecina.
En un
hueco, no sé si natural o excavado de esta última, se encuentra la tumba
-románica del siglo XII- de San Millán que contribuye igualmente a dar esa idea de apartamiento, en el espacio y
en el tiempo, que se apodera del visitante en cuanto penetra en este recinto.
Abandonamos
Suso un poco sobrecogidos por el carácter del lugar aún hoy impregnado de
soledad. Las tumbas de los siete infantes de Lara, colocadas en el portal del
monasterio, despidieron al grupo.
Un par
de kilómetros más abajo se halla el monasterio nuevo, el de Yuso. Comenzada en
el siglo XVI, es una enorme construcción con un aire al Escorial, que visitamos
acompañados de un guía muy divertido -hay muchos guías divertidos a los que les
gusta decir cosas- que nos explicó cómo se resolvía el giro de un facistol a
base de maderas resinosas y cómo se controlaba la humedad adecuada para la
conservación de los libros de gregoriano y de los frescos de la sacristía, una
de las más bellas de España.
A
pesar de la grandiosidad del monasterio, en el fondo todos salimos prefiriendo
la atmósfera y la sencillez del pequeño cenobio de Suso.
A la
salida seguía lloviendo y cada vez más fuerte. Al llegar a Berceo la
visibilidad era difícil, incluso a la velocidad máxima del limpiaparabrisas.
No sé
si los del pueblo tienen alguna razón válida para hacerlo o si se trata
solamente de embromar a los turistas, pero el hecho es que las bajantes de agua
de los tejados que yo conozco descargan a nivel de la acera o, si hay red de
alcantarillado, penetran en el suelo.
Pero
en Berceo, no. Las bajantes acaban a metro y medio de la calzada, están
acodadas para dirigir el agua hacia el centro de la calle y, cuando llueve en serio, arrojan unos
chorros que sólo he visto salir de la manga de un bombero. Si para colmo, como
era nuestro caso, se va por una calle estrecha de sentido único, el resultado
es que uno se encuentra con dos chorros cruzados de agua a la altura del
parabrisas, lo que proporciona una impresión de que el agua va a reventarlo, el
coche se va a inundar y nos la vamos a pegar porque la mole de agua -y encima
de noche- no deja pasar la más mínima luz.
Afortunadamente,
pasando con sumo cuidado, no nos ocurrió nada de esto, pero me queda la enorme
curiosidad de saber cómo se las arreglan los que vayan a pie y para qué coño
sirve semejante gilipollez.
En
fin, que llegamos sin novedad a la ciudad que nos debía acoger para cenar,
Laguardia, no si antes parar en La
Bastida a tomar unos vinos para sacudirnos el espíritu
eremita que nos había invadido durante nuestra visita a San Millán. Como siempre, el vino de
cosechero de las tabernas resultó excelente.
Yo
creo que hay que visitar Laguardia de noche. En lo alto de un cerro aparece con
sus murallas iluminadas dando una sensación de cuento de hadas, de cantar de
gesta, de ciudad medieval que hay que asaltar.
El
inconveniente, en cambio, de llegar pasadas las ocho es que la Iglesia de Santa María ya
está cerrada y no se puede admirar, por tanto, el pórtico gótico policromado.
Yo no recuerdo haber visto nada equivalente en España salvo el pórtico de la Gloria en Santiago.
Hay
también otro inconveniente, y no chico en una cura de vino, y es que de
noche no se pueden visitar las numerosas bodegas de la ciudad. En vista de esto
quizá haya que recomendar dedicar a Laguardia un día entero. Creo que lo
merece.
Antes
de cenar dedicamos un buen rato a visitar algunos bares que prometían tener lo
que andábamos buscando. Recuerdo uno -tengo que volver para anotar su nombre-
que tenía un ambiente tan acogedor que, durante unos instantes llegamos a dudar
si no sería una especie de club privado al que nos estábamos colando por la
cara.
NOTA DE CATA:
VIÑA REAL, Gran Reserva 1986
Capa con tonos teja, aroma potente con matices balsámicos, complejo.
Aún conserva un buen cuerpo, bien equilibrado.
Bebido en su 13º año, Calificación: 4/5
(Continuará)
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