07 junio 2013

RECUERDOS (II)

Efectivamente, a las once de la mañana del sábado estábamos enfrente de Cune. El día era lluvioso, por lo que salíamos del coche lo menos posible. En un sábado a esas horas y con ese tiempo no había mucha gente por la calle. La verja de acceso a la bodega estaba cerrada y, lo que era peor, no se veía un alma. Alberto salió del coche y se puso a llamar a voces a su amigo. Nada.
Probamos fortuna por otra puerta. Esta vez había gente: Un guarda en el interior.
_  Buenos días. ¿El Sr. Paz, por favor?
_  El Sr. Paz no está.
_  Ah, ¿Ha salido?
_  No, es que no está. Se fue ayer a Bilbao.
Tres pares de ojos se volvieron a la vez hacia Alberto
_ Es que yo quedé con él para visitar la bodega. ¿Sabe si va a volver esta mañana?
_  No creo, me figuro que volverá mañana por la noche.
Durante unos momentos hubo un silencio indicador de que nadie sabía qué hacer. Afortunadamente, el guarda arrojó un poco de esperanza:
_  Si lo que quieren es visitar la bodega vuelvan a las doce y hablen con el enólogo. Como son amigos del Sr. Paz,. . .
Y así lo hicimos: A las doce estábamos de nuevo ante la entrada principal de la bodega. También estaba un autocar con matrícula de Barcelona.
_  ¿Creéis que irán a la bodega?
_  Ni hablar. Estos están aparcados en la explanada esperando a alguien.
En ese momento el guarda abrió la verja y el autobús con sus turistas entraron al recinto. Nosotros, cada vez más pesimistas, esperábamos ya que el guarda cerrase de nuevo la verja cuando este nos hizo señas para que pasáramos también.
_  Si quieren pueden unirse al grupo del autobús.
Una vez dentro, Alberto no estaba dispuesto a perder su prestigio de organizador así como así.
_  Esperad un momento, que voy a subir a la casa de Paz a ver si hay alguien de la familia.
Lo que consiguió fue despertar al hijo -el pobre no sabía nada salvo que sus padres estaban en Bilbao- así que regresó a los pocos minutos para unirse, como nosotros, al grupo de los catalanes.
La bodega es impresionante, sobre todo las nuevas instalaciones de vinificación con cubas de fermentación de acero inoxidable y control del proceso por ordenador.
            La cosecha del 94 estaba en plena fermentación y el enólogo levantaba las tapas de las cubas para que pudiéramos ver el proceso. Medio en broma yo le aconsejaba:
_  Yo que usted no tendría tanto tiempo abierta la tapa, no vaya a ser que se le pique el vino.
_  No hay peligro, el vino está perfectamente a salvo.
_  Usted verá, pero tomando muchas más precauciones, a mi se me pica el vino que hago.
_  Pero ¿usted le pone metabisulfito?
        Gran consternación, primero por que yo, efectivamente, no ponía metabisulfito y, segundo, porque nunca se me habría ocurrido que las grandes bodegas utilizasen estos productos. Pero, en fin, si el enólogo de Cune me lo recomienda no veo razón para no utilizar yo también el dichoso metabisulfito. Trataré de encontrarlo en alguna droguería.
La visita terminó en un saloncito donde degustamos algunos vinos (el Imperial no estaba en la lista) y devoramos unas lonchas de chorizo.
Empezando por el Clarete del 87, me sorprendió su aroma y su cuerpo potente. Alguien me llenó otra copa, que cogí con la mano izquierda, con Viña Real también del 87. De nuevo aprecié la intensidad del aroma y la robustez del vino. El problema venía al intentar diferenciar los caldos que tenía en ambas manos: Después de sucesivas catas llegué a la conclusión de que me resultaban totalmente iguales y, puesto que los precios no lo eran, manifesté a mis colegas que iba a comprar una caja del más barato.
Alguien que conocía los vinos mejor que yo -era el fabricante de las cajas de cartón con que se expiden, aunque lo más importante era que la familia de su mujer tenía una pequeña bodega- acudió en mi ayuda y me sacó al patio, donde había más luz. Allí me hizo agitar las copas para determinar el movimiento ligeramente diferente de un vino con respecto al otro.
¡Estaba claro! El Viña Real daba la sensación de ser un poco más viscoso y, además, tenía un buquet más pronunciado a madera.
El problema era que, a estas alturas, yo ignoraba el caldo que tenía en cada mano y cada vez me iba liando más. El dilema lo resolví, por tanto, comprando el vino más barato.
No obstante, este tema me lo voy a tomar muy a los pechos y estoy decidido a conseguir diferenciar el Clarete del Viña Real aunque esto sea lo último que haga en la vida.
Terminada la visita a la bodega nos fuimos al centro de Haro a seguir degustando y a comer a la Quica, solemne menestra, pero ¡ay!, no había menestra porque, según nos explicaron, no era época de alcachofas.
Este fue un segundo disgusto a sumar al de que Terete estaba cerrado por vacaciones.
Después de comer se suele acometer la importante discusión de si es o no lícito hacer un alto de hora y media para echar la siesta. Este debate no conduce a nada ya que casi nunca hay unanimidad pero, en aquella ocasión, como no había gran cosa que hacer en una tarde lluviosa a las cuatro de la tarde, se optó por la siesta.
A las cinco y media salimos hacia San Millán de la Cogolla y, siempre lloviendo, llegamos al fin al monasterio de Suso. El pequeño cenobio, parcialmente excavado en la roca, es de una sobriedad que sobrecoge el espíritu. Apenas un leve retazo de arte no sujeto a la necesidad más inmediata, a la resolución más acuciante de un problema de espacio vital.
Las arcadas que soportan la única nave de la iglesia tienen, después de los siglos, el sabor de algo realmente atemporal, tan viejo como la roca vecina.
En un hueco, no sé si natural o excavado de esta última, se encuentra la tumba -románica del siglo XII- de San Millán que contribuye igualmente a  dar esa idea de apartamiento, en el espacio y en el tiempo, que se apodera del visitante en cuanto penetra en este recinto.
Abandonamos Suso un poco sobrecogidos por el carácter del lugar aún hoy impregnado de soledad. Las tumbas de los siete infantes de Lara, colocadas en el portal del monasterio, despidieron al grupo.
Un par de kilómetros más abajo se halla el monasterio nuevo, el de Yuso. Comenzada en el siglo XVI, es una enorme construcción con un aire al Escorial, que visitamos acompañados de un guía muy divertido -hay muchos guías divertidos a los que les gusta decir cosas- que nos explicó cómo se resolvía el giro de un facistol a base de maderas resinosas y cómo se controlaba la humedad adecuada para la conservación de los libros de gregoriano y de los frescos de la sacristía, una de las más bellas de España.
A pesar de la grandiosidad del monasterio, en el fondo todos salimos prefiriendo la atmósfera y la sencillez del pequeño cenobio de Suso.
A la salida seguía lloviendo y cada vez más fuerte. Al llegar a Berceo la visibilidad era difícil, incluso a la velocidad máxima del limpiaparabrisas.
No sé si los del pueblo tienen alguna razón válida para hacerlo o si se trata solamente de embromar a los turistas, pero el hecho es que las bajantes de agua de los tejados que yo conozco descargan a nivel de la acera o, si hay red de alcantarillado, penetran en el suelo.
Pero en Berceo, no. Las bajantes acaban a metro y medio de la calzada, están acodadas para dirigir el agua hacia el centro de la calle  y, cuando llueve en serio, arrojan unos chorros que sólo he visto salir de la manga de un bombero. Si para colmo, como era nuestro caso, se va por una calle estrecha de sentido único, el resultado es que uno se encuentra con dos chorros cruzados de agua a la altura del parabrisas, lo que proporciona una impresión de que el agua va a reventarlo, el coche se va a inundar y nos la vamos a pegar porque la mole de agua -y encima de noche- no deja pasar la más mínima luz.
Afortunadamente, pasando con sumo cuidado, no nos ocurrió nada de esto, pero me queda la enorme curiosidad de saber cómo se las arreglan los que vayan a pie y para qué coño sirve semejante gilipollez.
En fin, que llegamos sin novedad a la ciudad que nos debía acoger para cenar, Laguardia, no si antes parar en La Bastida a tomar unos vinos para sacudirnos el espíritu eremita que nos había invadido durante nuestra visita a  San Millán. Como siempre, el vino de cosechero de las tabernas resultó excelente.
Yo creo que hay que visitar Laguardia de noche. En lo alto de un cerro aparece con sus murallas iluminadas dando una sensación de cuento de hadas, de cantar de gesta, de ciudad medieval que hay que asaltar.
El inconveniente, en cambio, de llegar pasadas las ocho es que la Iglesia de Santa María ya está cerrada y no se puede admirar, por tanto, el pórtico gótico policromado. Yo no recuerdo haber visto nada equivalente en España salvo el pórtico de la Gloria en Santiago.
Hay también otro inconveniente, y no chico en una cura de vino, y es que de noche no se pueden visitar las numerosas bodegas de la ciudad. En vista de esto quizá haya que recomendar dedicar a Laguardia un día entero. Creo que lo merece.

Antes de cenar dedicamos un buen rato a visitar algunos bares que prometían tener lo que andábamos buscando. Recuerdo uno -tengo que volver para anotar su nombre- que tenía un ambiente tan acogedor que, durante unos instantes llegamos a dudar si no sería una especie de club privado al que nos estábamos colando por la cara.

NOTA DE CATA:

VIÑA REAL, Gran Reserva 1986
Capa con tonos teja, aroma potente con matices balsámicos, complejo.
Aún conserva un buen cuerpo, bien equilibrado.
Bebido en su 13º año, Calificación: 4/5

(Continuará)


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