19 septiembre 2014

De Roncesvalles a Santiago (VII)


  Llovía a cántaros en Mansilla después de comer así que, armado con un paraguas que me prestó la patrona de Casa Marcelo, salí hasta donde había dejado aparcado el coche para traerlo hasta el restaurante, donde me esperaba Ada. Y sin más salimos hacia el final de aquella etapa, León, adonde llegamos media hora después.



    El amable concurso de un nativo, que nos guió con su coche hasta las proximidades del Hotel Riosol, hizo que para poco más de las cinco de la tarde estuviéramos en nuestra habitación. Me quité las botas de caminar que me había comprado en Logroño, a ver si se secaban, descansamos un rato y, cogiendo el paraguas esta vez, salimos a recorrer la ciudad.



       Y lo que conocimos de León, nos gustó. Esta vez se trataba de una ciudad ya terminada -quizá porque tiene suficiente edad pues su origen está en el campamento de la Legio VII Gemina, la que fue enviada por César Augusto para someter a mis antepasados los cántabros-, perfectamente urbanizada, con un pavimento excelente para caminar y llena de edificios notables como el palacio de los Guzmanes y la casa de los Botines, ésta, de Gaudí.



      La lluvia, sin embargo, no paraba de caer y hacía que el excelente pavimento enlosado se encharcase de vez en cuando y que mis botas, que parecían esponjas, fueran pesando cada vez más.
Tratando de no hacer caso de estas pequeñas miserias físicas llegamos a la plaza de la catedral, muy mejorada y libre de coches desde la última vez que pasamos por allí.



      Verdaderamente es sorprendente la ligereza y elegancia de líneas de este templo, aunque aquella tarde nos tuvimos que contentar con ver la catedral desde fuera.
      Pasamos por el barrio antiguo, lleno de tascas, mesones, tiendecitas típicas -Ada aprovechó para comprar una red elástica que se usa para sujetar la carne que se va a asar en el horno y yo estuve a punto de llevarme tripas de varios calibres para embutidos y, también, alubias, queso, pimentón... Vamos, casi todo lo que estas tiendas interesantísimas me ofrecían.




      Nos habríamos llevado casi todo pero era necesario dominarse y atenerse al programa. Lástima que fuera demasiado pronto para cenar o picotear algo, así que seguimos nuestro reconocimiento hacia la plaza de San Isidoro, aunque teníamos planeado visitar la iglesia al día siguiente.
      El peso de la jornada se empezaba a notar, por lo que cuando encontramos una tasca no mal parecida entramos sin dudar y nos sentamos en una mesa.



Y parece que dimos con la única taberna andaluza que hay en León pues, aparte del fino y la manzanilla, había pescaíto frito, chopitos y otras delicadezas del sur. Hay que decir, en honor a la precisión del relato, que en aquella semana se celebraba la Feria en Sevilla y que quizá aquellos platos estuvieran relacionados con ella. Yo, que a estas alturas del Camino me sentía más próximo de Galicia que de Andalucía, ataqué una



ración de pulpo que, por las trazas y dureza del molusco, bien podría haber sido pescado en el río Ohio. Afortunadamente, las tazas de caldo que nos sirvieron nos reconfortaron del cansancio y del mal tiempo.

El recorrido hasta el hotel, siempre bajo el paraguas y tratando de esquivar charcos, fue pesado, tedioso. Pero lo que habíamos visto de León había valido la pena.

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