21 noviembre 2014

De Roncesvalles a Santiago (y XIV)

Diciembre 1999

Astorga

      Lo dije antes, Astorga se había quedado para mejor ocasión. Ésta llegó como consecuencia de la amable invitación de unos amigos para pasar



un fin de semana en su casa, así que esta vez no viajamos solos sino en su compañía. 
      Como llegamos casi a la hora de comer, sólo tuvimos tiempo para saludar a su familia, dejar nuestras cosas y poco más. No era cuestión de desatender la cita que teníamos con el cocido maragato en La Peseta.




      Los padres de nuestros amigos, sin duda por la prudencia que aporta la edad, se decidieron por otros platos menos agresivos pero los demás nos inclinamos con decisión hacia la especialidad de la comarca. Para los que esto lean y no estén familiarizados con la Maragatería, diré que su cocido se parece al madrileño, sólo que al revés: primero se sirve la carne, luego los garbanzos con la verdura y, finalmente, la suculenta sopa.

      Yo había llegado al restaurante bastante destemplado -Astorga estaba a cero grados y con niebla-, así que preferí romper la tradición y comenzar con la reconfortante sopa según el estilo madrileño. Pero al margen de las preferencias individuales sobre el orden de los platos -mi amigo Hermilo siempre ha defendido que la ley conmutativa es perfectamente aplicable a una comida, es decir, que el orden de los platos no la altera-, el cocido maragato de La Peseta resultó ser exquisito, desde la sopa a las diversas carnes, pasando por los garbanzos y un increíble repollo que diríase confitado. Ah, y de postre las natillas de la casa.
Pero a lo que vamos. El Camino por el interior de la ciudad


comienza por la Puerta del Sol, una de las que tenía la muralla y hoy ya desaparecida, pasa junto al Hospital de las Cinco Llagas y el Convento de San Francisco. Como en gran parte de las villas que jalonan el Camino, éste está señalado en el suelo y en las esquinas de las encrucijadas con flechas amarillas.
Siguiendo éstas aparecen la iglesia de San Bartolomé y, más allá, el Ayuntamiento. Desde su fachada barroca, dos maragatos de hierro -maragato y maragata, si se quiere ser políticamente correcto- golpean la campana de las horas consistoriales "sin dar nunca los cuartos, como buenos maragatos".
      Esto se contradice con el hecho de que sólo Burgos, a lo largo del Camino, la superase en instituciones benéficas, por lo que con plena justicia se denominaba a Astorga "gran mesón de caridad, en favor de los romeros".
      Sigue la niebla y el frío. Avanzamos por Caleya Yerma -callejuela desierta-, por la que también pasaron en su día reyes, santos, caballeros, ladrones y enfermos.
       Aquí recordamos la existencia de la cofradía de zapateros de San Martín, cuyas ordenanzas autorizaban a los del gremio a trabajar en domingo - dispensa excepcional - si se trataba de reparar el calzado de los peregrinos. Más allá, la calle de Santa Marta con la capilla de San Esteban y, a su lado, la enigmática "celda de las emparedadas" con una sola ventana de barrotes y la inscripción sobre granito,


recordatorio que más parece inscripción sepulcral, de las mujeres que allí moraban por grado o por fuerza "Memor esto judittei mei: sic enim erit et tuum. Mihi heri et tibi hodie".
      Al fin, la explanada de la catedral. Decir explanada no es en realidad correcto, ya que toda ella se halla bordeada de zanjas, excavaciones, vallas y máquinas excavadoras. Para colmo, la catedral está cerrada por obras.
      Está visto que el último año jubilar compostelano de los dos primeros milenios de nuestra era ha sido el preferido para levantar los venerables pavimentos en muchos puntos a lo largo del Camino. Ada, que es misericordiosa con los torpes, los defiende alegando que quizá ha sido este año, y no antes, cuando ha llegado el dinero para hacer las obras. No sé, pero creo que ha faltado el don de la oportunidad. 
     
      Al día siguiente, Domingo, después de la misa en la iglesia de San Francisco salimos en coche a recorrer el trozo del Camino que no hicimos esta primavera pasada. Primera parada, Castrillo de los Polvazares. La niebla y el frío no se disipan. El pueblo parece vacío y por sus callejas empedradas, bordeadas por casas y paredes de piedra, sólo nosotros cuatro caminamos.

      Cuando el frío ya nos empieza a calar volvemos al coche y continuamos viaje hacia Rabanal del Camino. El termómetro que indica la temperatura exterior se va acercando a cero grados, la niebla se espesa a medida que vamos ascendiendo hacia Foncebadón. Con dificultad alcanzamos a ver el desvío a Santa Coloma de Somoza, pero nosotros continuamos por la carretera escarchada, bordeada de vegetación pintada de blanco.
      El termómetro ha bajado a tres grados bajo cero, la visibilidad empeora y el coche da un leve patinazo. Curiosamente, quizá como compensación, a la baja temperatura exterior se opone una atmósfera cada vez más caliente y excitada en el interior del coche.
-¡Da la vuelta, Eduardo, que no queremos matarnos!
Seguimos subiendo, pero el ambiente se caldea a medida que la carretera se va volviendo blanca.
      Las protestas, leves al principio, van arreciando progresivamente. A la izquierda aparece un refugio para peregrinos y un par de coches aparcados, así que también nosotros nos detenemos.



      El suelo está cubierto de barro helado y hay que caminar con cuidado. El lugar tiene calefacción, no se sabe si es un mesón o un bar o un refugio. Dos extranjeras jóvenes aparecen con sus mochilas.
      La mesonera tiene ribetes de artista -tiene un taller de alfarería en el pueblo- pero, no obstante, nos ofrece unos vasos de vino y una cazuelita de chorizo frito. Esto parece dar ánimos a los hombres y comprensión a las mujeres, con lo que estas proponen salomónicamente que nosotros sigamos hasta la cumbre, que ellas nos esperarán al calor del refugio.

Así que nos ponemos de nuevo en marcha, rodeados del blanco de la carretera y de los blancos esqueletos de los arbustos que la bordean. Quinientos metros más allá la niebla comienza a disiparse y, un poco después, llegamos a la cumbre, que nos espera brillantemente iluminada por la luz del sol.
      -¡Vaya -comento, admirado, por la solitaria belleza del paisaje-, qué tontas han sido por haberse quedado ahí abajo, en la niebla. No hemos tardado ni tres minutos en llegar hasta aquí!
      - No te preocupes, si les contamos que aquí hay sol, no nos lo creerán.
      La Cruz de Ferro se halla contigua a la carretera, sobre un alto mástil de madera rodeado por una pequeña montaña de piedras. No me he acordado de traer la mía, así que nos dedicamos a buscar alguna por los alrededores, pero es inútil. Durante siglos la gente las ha cogido todas, así que tenemos que robar alguna de las que están depositadas al pie de la cruz y, eso sí, subirla hasta la cumbre del montecito, al pie del mástil.
      Incluso con sol hace un frío que pela y como, además, no debemos retrasarnos, pues doña Tita nos espera en su casa con unas alubias blancas estofadas y un congrio al ajo arriero, descendemos hasta el refugio, recogemos a las mujeres -que no se creen que en la cumbre de Foncebadón haga sol- y regresamos a Astorga.


      Ah, finísimas las alubias y suculento el congrio. Excelente broche final para nuestra visita a Astorga y al puerto de Foncebadón, ambos, lugares míticos del Camino de Santiago.

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