26 septiembre 2014

De Roncesvalles a Santiago (VIII)

      A la mañana siguiente, con las botas ya secas y fortalecidos por un contundente desayuno leonés, rehicimos el camino hasta la catedral y la rodeamos, admirados por las sorpresas que aparecían en cada ángulo, en cada esquina.



La ligereza de la construcción hace que el interior tenga una iluminación admirable. No hay muros sino un enorme encaje de piedra y vidrieras. Ada, que compara este gótico con el de la Sainte Chapelle de París, cree que la catedral de León la supera en luminosidad.



      La portada central está presidida por una réplica fiel de la Virgen Blanca de Villalcázar, situada en el parteluz.



      No sé, la de León es calificada por algunos como la catedral más bella del gótico español, pero yo quizá me quedo con la más familiar de Burgos, con sus dimensiones, con su espectacularidad. Pero todo hay que decirlo, la de León se encuentra ahora totalmente despejada, al fondo de una plaza enorme. No hay obstáculos que limiten la vista. En cambio, la de Burgos, está muy oprimida por la ciudad, le falta perspectiva.



      La segunda visita fue para la basílica de San Isidoro, una amalgama de estilos que han perdurado a través de los siglos. Se puede ver románico, gótico, renacentista. Nuestra guía nos explica que San Isidoro no es el de León, sino el de Sevilla, el obispo visigodo de aquella ciudad, cuyos restos fueron traídos a León en el año 1063.



      Aunque para mí, lo verdaderamente espectacular es el Panteón Real, una pequeña joya románica con unos frescos admirablemente conservados que cubren las bóvedas. Se diría, si no fuera un anacronismo, que el autor de las pinturas fue el propio Beato de Liébana.



      Sobrecogidos por el impacto de casi mil años de historia abandonamos San Isidoro en busca del monumento que aún nos falta, el Hospital de San Marcos. La lluvia empieza a caer de nuevo, cada vez más fuerte. Al llegar a la explanada del hospital, también perfectamente pavimentada pero con charcos, el agua sale del suelo a borbotones.



      Por un momento pienso que las alcantarillas de la ciudad no admiten ya más agua, pero no, se trata de chorritos decorativos dispuestos aquí y allá. Esquivando los charcos y los chorritos nos adentramos en el magnífico edificio plateresco.



      Ya en su interior, contemplando los magníficos salones, pienso que si un día el parador tuviera la idea de hacer descuento a los jubilados no dejaríamos de pasar en él unos días. Amén.


      Son ya casi las doce, así que regresamos al hotel por un precioso paseo al borde del río Bernesga, esta vez sin tener que usar el paraguas, recogemos el equipaje y el coche y emprendemos la marcha. Es el final de la segunda etapa y hay que llegar a Madrid, a casa.

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