05 septiembre 2014

De Roncesvalles a Santiago (V)

La iglesia de Villalcázar, claro, también estaba cerrada pero abrirían enseguida.


   Nos dimos un paseo por los alrededores y yo me colé en el mesón, donde una vez habíamos estado comiendo, veinte años atrás. Nada de la decoración, rustiquísima, había cambiado, aunque quizá sí la cocina. Había un grupo de unas cuarenta personas comiendo todas lo mismo, algo que había dentro de hogazas vaciadas de su miga. Uno de los camareros me lo aclara: es por encargo y se trata de cordero asado, con hogaza en lugar de plato. La verdad, no estoy seguro de la bondad de la idea, ya que me figuro que el pan empapará toda la salsa y el cordero quedará seco.


Cuando regresemos para revisitar Castrojeriz y saludar a Anaya, quizá haya que probar esta especialidad.
Para cuando se abrió la iglesia se había formado en el pórtico un grupo de unas diez o doce personas, todas ellas tratando de esquivar la lluvia, que volvía a caer. La portada es soberbia, de un gótico perfecto, elegante, que me recuerda el de las grandes catedrales europeas.


   Inmediatamente pensé en Moissac. Es de doble friso, con un Pantocrátor central en el de arriba y la Virgen Blanca en el de abajo. La iglesia es enorme, de altas cúpulas, y se dice que ésta, junto con la de Sasamón, constituye un puente entre los estilos de Burgos y de León.



    En el interior llama la atención el retablo con un calvario del siglo XIII y una imagen mariana en el centro. En la capilla de Santiago se encuentra una talla de la Virgen en piedra policromada. No hay seguridad acerca de cual de las dos imágenes es la legendaria Virgen Blanca de Villasirga, la que canta Alfonso X el Sabio en sus Cantigas. Emocionan los sepulcros policromados, también góticos, del Infante Don Felipe, hermano del rey Sabio, y de su esposa Doña Leonor Ruiz de Castro.


     Al marchar sigue lloviendo, pero ya estamos cerca del final de nuestra etapa. Al cabo de siete kilómetros llegamos a la ciudad de los Condes, a Carrión. A la salida de la población nos encontramos, justo pasado el puente, con nuestro hotel, el Monasterio de San Zoilo.



      Se trata de un edificio cuyo origen se remonta al siglo X pero que ha sido profundamente transformado. Hoy en día es renacentista en casi su totalidad, salvo el excelente claustro cuya primera planta tiene estructura gótica. En el monasterio están enterrados y se conservan los sepulcros de los Condes de Carrión.
Después de descansar un rato en la habitación -era cómoda, pero no se podía negar que se trataba de una celda frailuna- salimos a visitar la ciudad buscando, como siempre, seguir el camino de los peregrinos desde su entrada a ella.


      Esta vez el clima fue compasivo con nosotros y no llovió, así que, siguiendo las flechas amarillas pintadas en la calzada, comenzamos por la puerta situada en los restos de la muralla, pasamos por el monasterio de Santa Clara, por Santa María del Camino y, sobre todo, nos quedamos admirados de la portada románica de la iglesia de Santiago.



      Era tal su perfección que no nos decidíamos a continuar la ruta por el interior de Carrión. Insatisfechos aún, abandonamos finalmente la Iglesia de Santiago. 
      En una plazuela próxima a Santa María del Camino nos fijamos en un cochecito francés del que unas mujeres sacaban equipajes. Vaya, nos dijimos, esto es lo que significa usar un coche de apoyo. De apoyo, nada. Las francesas con las que hablé en Frómista estaban haciendo el Camino al mismo ritmo que nosotros, eso sí, con mochilas y botas de caminar.


      Entre monumentos, la visita a una almoneda y el cubata en un café nos dio la hora de cenar y, como en nuestro deambular por Carrión no habíamos visto ningún restaurante atractivo, decidimos regresar a San Zoilo. Y acertamos, porque fue quizá la cena más agradable de todo el Camino. Subiendo por una antigua escalera llegamos a lo que habría sido un desván o granero. El suelo, de buena tarima, de anchas tablas de pino oscuro. Y la estructura del tejado, una maravilla, con enormes cerchas, de las de "par y pendolón" ,como diría mi hijo Chencho, soportando la cubierta.



      En aquella estancia enorme, con una luz atenuada, sólo estábamos cuatro clientes, aunque algo más tarde se ocupó una mesa más. La cocina nos ofreció, y aceptamos, sus especialidades: callos, crepes de morcilla, manitas de cordero... También había confit de canard, pero no nos interesó. Falló el orujo, ay. No había blanco, así que lo pedí con miel y resultó una mierda.

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