24 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (XII)

      En Palas de Rei estábamos ya a poco más de setenta kilómetros de Santiago y, sin confesarlo, teníamos ya ganas de llegara nuestra meta. Así que reemprendimos la ruta sin pararnos en Mellide ni en Arzúa, aunque sí en Lavacolla, bueno, al lado, en el Monte del Gozo.    
   

      Una gran zona de albergue y recreativa, moderna, bien señalizada nos acogió. Dejando el coche en una amplia zona de aparcamiento nos dirigimos por un sendero de arena que conducía hasta el alto de un cerro.
A unos cientos de metros se elevaban las siluetas en bronce de dos peregrinos mirando en una dirección determinada. Al llegar al monumento fue emocionante comprobar que aquellas estatuas dirigían su vista hacia las torres de la catedral, que destacaban, a lo lejos, entre la silueta de los edificios de Santiago.

Ya estaba a la vista el final del Camino.
      Después de estar un rato, en solitario, contemplando el paisaje que millones de peregrinos de todo el mundo a lo largo de más de mil años contemplaron, al límite de sus fuerzas y con lágrimas de emoción, bajamos hasta donde estaba el coche, para dar el último salto hasta la ciudad.  
       Media hora después estábamos alojados en el Hotel Universal, en la Plaza de Galicia, contigua a la parte antigua de Santiago de Compostela.


      Cuando, más tarde, salimos a hacer el primer recorrido por la ciudad, me topé enfrente del hotel con una ferretería. ¿Que qué compré? La respuesta parece obvia: dos pitorros para el orujo.

8. Santiago de Compostela

Cada rúa, una sorpresa.


En cada rincón, en cada soportal, en cada losa de granito de sus calles una sensación extraña, conmovedora, originada quizá por otras sensaciones anteriores de millones de peregrinos que han quedado apresadas por la piedra a lo largo de los siglos y que ahora, poco a poco, van impregnando al caminante. 


No hay mucha gente a las ocho de la tarde y podemos recorrer la ciudad vieja, casi en la intimidad. Los grandes monumentos están cerrados.
Paseamos sin prisas por las rúas do Vilar, de Gelmírez, da Conga. Nos sentamos, casi hipnotizados, en la escalinata de la plaza de la Quintana (Quintana de mortos e Quintana de vivos), 
desembocamos, absortos, en la plaza del Obradoiro. De cuando en cuando surge de no se sabe dónde un mercedes que cruza irrespetuosamente la plaza para entrar en el Hostal de los Reyes Católicos.
Me figuro que en el precio que el dueño ha pagado por él viene incluido el derecho de atravesar la plaza de la catedral.
Es la tercera vez que estamos en Santiago, pero nos sigue dando sorpresas.
Hay una infinidad de detalles que se nos han pasado por alto en nuestras visitas previas y estoy seguro de que seguiremos teniendo esta opinión las veces que aquí regresemos en el futuro.
Es ya algo tarde y nos sentimos cansados de esta jornada apretada e intensa. En la rúa do Franco nos encontramos más restaurantes que a lo largo de todo el Camino.

   A derecha e izquierda se multiplican las propuestas gastronómicas y desde la puerta de los establecimientos los camareros, como en el puerto deportivo de Barcelona y en el barrio pesquero de Estambul, intentan convencer a los posibles clientes que están ojeando la carta, de que su oferta es la mejor. La forma de preparar las vieiras que nos explicó uno de ellos fue determinante, así que pasamos al interior.


Un par de mesas ocupadas por guiris y otra más con dos estudiantes, era la clientela. La vieira y la merluza a la gallega de Ada, excelentes. Mi caldo y el entrecot, también. La tarta de Santiago, pues vaya, creo que las he tomado mejores en restaurantes gallegos de Madrid. Ah, y el orujo, excelente.

17 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (XI)

7. Villafranca del Bierzo - Santiago de Compostela

Había empezado a llover durante la noche y la mañana estaba desapacible,  una lluvia fina caía sin prisas calándonos la ropa y el ánimo.
   Salimos de Villafranca bordeando el río Valcarce y comenzamos la subida al Cebrero, monte mítico y temido por los antiguos peregrinos. Los modernos iban avanzando en pequeños grupos por la izquierda de la carretera.
Frenados en nuestra marcha por un camión de andar cansino, me fijé en dos hombres que caminaban a buen paso un poco por delante del coche.
Los bordones y las zapatillas deportivas blancas me resultaron familiares. Cuando los rebasamos resultaron ser los “turistas” que yo había frívolamente criticado la víspera en Villafranca, pero no había duda, eran dos más de los peregrinos que, en una larga hilera, iban avanzando con esfuerzo hacia Santiago. Mentalmente les pedí perdón.
La carretera estaba en obras anunciando que algún día sería transformada en autovía pero, por el momento, ofrecía un continuo rosario de paradas y de marcha lenta. Nos costó, pero al final llegamos al alto del Cebrero, a Piedrafita, desde donde dejamos la general para tomar una carretera secundaria hacia Triacastela.


  A unos cientos de metros llegamos al diminuto pero emotivo Santuario del Cebrero, formado por la iglesia que parece una ermita, dos casas y dos pallozas, dedicadas éstas a museo etnográfico y a alberguería.
El monte Cebrero era en la antigüedad un paso tan difícil para los caminantes como el de Roncesvalles, Montes de Oca o Foncebadón, y de aquí la presencia, desde muy antiguo, de un hospital y monasterio para auxilio de los peregrinos. También aquí, como en Roncesvalles, una campana orientaba a los que llegaban perdidos, quizá sorprendidos por la niebla o por la noche.


      La iglesia, pequeñita, construida de pizarra rojiza, tiene un estilo simple, de origen remoto, prerománico. En ella se conservan las reliquias de la carne y sangre de Cristo, milagro local que recoge una de las leyendas del Camino.
      De nuevo en marcha, iniciamos el descenso y al cabo pasamos por Triacastela, aunque sin detenernos, para llegar algo más tarde a Samos.


      Visitamos su enorme monasterio, inicialmente del siglo VII, aunque el actual   es renacentista. Por cierto, que nos encontramos un monje de casualidad, el cual nos facilitó el paso y luego nos dejó solos, a nuestra suerte. Seguramente los habitantes del monasterio tendrían otras cosas más importantes que hacer que la de guiar turistas y, de hecho, el que nos facilitó la entrada se volvió enseguida a sus quehaceres, cuidando el jardín de uno de los claustros. Porque en Samos no hay uno, sino dos claustros.


El más antiguo, el pequeño, tiene una inesperada fuente en su centro, soportada por cuatro tetudas sirenas.
      A la salida del monasterio y antes de abandonar el pueblo de Samos decidimos hacer caso de un cartel indicador y andar doscientos metros para visitar una ermita visigoda. Pero allí no había nada, sólo un grupo de militares en acampada. 
      Otro cartel indicaba la localización del WC, así que, a falta de ermita, me dirigí hacia una pequeña construcción que me prometía un caritativo alivio. Con la consiguiente confusión por mi parte, deteniendo bruscamente la acción de desabrocharme la bragueta, al traspasar  la puerta penetré, nó en el WC, sino en la dichosa ermita.


      Y es que, por muy visigoda que sea, una ermita debe tener el tamaño de una ermita y parecer una ermita. De otro modo alguien puede mearse en lugar sagrado.
      Continuando el Camino nos detuvimos en Sarria, no tanto por la importancia de esta población en la historia de las peregrinaciones, sino porque Ada había pasado allí quince días cuando era pequeña.


      
      Bajo ninguno de estos dos criterios nos dijo gran cosa la ciudad: sólo acertamos a ver, desde fuera, claro, la iglesia románica de San Salvador, el hospital de peregrinos, últimamente sede de los xulgados y hoy abandonado, y a lo lejos, en lo alto del monte, la torre del Castillo de los Castro. Y Ada no recordó nada de sus vivencias de niña.


En cambio nos gustó Portomarín por su paisaje y por la importancia de sus dos monumentos, trasladados piedra a piedra cuando se construyó el embalse de Belasar. Sobre todo la iglesia románica de San Pedro impresiona por su aspecto de fortaleza y la calidad de las tallas de su portada.
Una caña de cerveza en los soportales de la plaza de la iglesia, en compañía de una docena de peregrinos  en bicicleta, y emprendimos de nuevo el Camino pasando por pueblos desconocidos para nosotros: Gonzar, Ventas de Narón, Guntín de Pallares...


      En Palas de Rei hicimos un alto para comer. En la carretera que atraviesa el pueblo vimos el cartel de una "pulpería", concepto infrecuente en nuestra cultura gastronómica , que fuimos incapaces de pasar por alto. Nos sometimos así al régimen que iba a ser frecuente durante un par de días, al menos para mí: caldo gallego y pulpo "a feira", regados con un ribeiro blanco, de barril.

10 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (X)

Vaya, Ponferrada también está en obras, al menos la plaza del Ayuntamiento y calles confluyentes.


  Saltando entre vallas de obra y zanjas dimos con el Castillo de los Templarios, de aspecto impresionante  y cuidadosamente restaurado, y seguimos nuestro paseo cuidando dónde poníamos los pies. Ante la alarmante falta de restaurantes en nuestro campo de visión, me decidí a preguntar a un guardia urbano.
- Pues por aquí, no sé...Tendrían que ir hasta...
- Es que no quiero coger el coche. Tiene que haber un sitio donde comer en el centro del pueblo.
- Bueno, en aquella calle, la segunda que sale de la plaza del Ayuntamiento, está el Bar Bahía y dicen que se come bien.
      Caminando con precaución sobre pasarelas y tablones llegamos al Bahía, que era lo que dijo el guardia, un bar.


No era restaurante pero servían raciones, así que decidimos aceptar lo que estaba a nuestro alcance y nos tomamos unas cazuelitas, mojadas con un vino del Bierzo. Eso sí, al pedir un orujo me trajeron una frasca con un pitorro en el tapón. Mirando de reojo vi que en casi todas las mesas donde estaban tomando café, estaba también la misteriosa frasca. Y vi más, vi que uno de los parroquianos la estaba sacudiendo con decisión sobre la taza del cafelito. Yo hice lo mismo y me pareció una idea excelente.



      Un tanto confusos ante la escasez de restaurantes en el centro -da la impresión de que es necesario disponer previamente una información precisa para encontrarlos-, salimos de la ciudad hacia Cacabelos. Sabíamos de la villa por el vino, aunque ahora no estábamos interesados en él, pero la sorpresa fue ver cerezos por todas partes, no cerezos cualesquiera, sino árboles que reventaban de fruta.
      Me habría gustado cargar la nevera portátil que llevo en el maletero para ocasiones como esta, pero Ada me hizo ver que se estropearían durante los días de viaje que nos esperaban. Lástima.
      Cerca está Carracedo y su monasterio, pero a la hora que pasábamos por allí estaba cerrado. Entre ruinas venerables y partes restauradas estuvimos paseando un rato.



      Sólo un par de peregrinos en bicicleta coincidieron con nosotros en lo que, en otro tiempo, fue monasterio cisterciense.
      Algo más tarde llegábamos a Villafranca del Bierzo y nos acomodábamos en el Parador. A las siete de la tarde comenzamos, según nuestra ya antigua costumbre, a hacer a pie el recorrido de la ciudad siguiendo la ruta de los peregrinos, partiendo de la iglesia de Santiago, románica del siglo XII, situada a la entrada, en lo alto de la villa.


Estaba cerrada, claro, y a su lado se encontraba la alberguería, que contaba, incluso, con una boutique del peregrino: cayados y bordones de diferentes tallas y facturas, cachabas, conchas de vieira con cordoncito, sombreros del siglo XVI, capotes de color marrón, calabazas a modo de cantimploras...
      Un par de individuos de unos cuarenta y cinco años, calzados con playeras blancas, estaban sopesando sendos garrotes. “En fin -pensé, imbuido de un irrefrenable espíritu jacobeo-, no es cosa de criticar que los turistas compren recuerdos para turistas, es algo normal”


      Bajando hacia el centro nos encontramos con el castillo de Villafranca, restaurado en parte. Es una construcción militar, un tanto siniestra, y propiedad, parece ser, de Cristóbal Halfter. Desde allí seguimos hacia la Calle del Agua, una delicia urbanística flanqueada a ambas manos por palacios y casonas admirablemente conservados. Ah, se me olvidaba, Villafranca del Bierzo está ya terminada, bien restaurada y sin obras.


      Siguiendo la calle se llega hasta el puente sobre el río Burbia, desde donde se contemplan sus riberas llenas de huertos. De allí fuimos hasta la colegiata de Santa María,


robusto edificio de estilo gótico tardío. Siguiendo el contorno de la ciudad llegamos a una plaza llena de mamás y de chiquillos, enmarcada por su lado más largo por un caseretón inmenso: el convento de San Nicolás el Real.


      Allí nos enteramos de que una parte de él era restaurante, que en él vivían aún cuatro jesuitas y que estos tenían una alberguería y una pequeña bodega.
      Como llevábamos hora y media andando, hicimos alto en una terraza de la plaza del Ayuntamiento. Dos mesas más allá había un grupo de peregrinos descansando. Dos de ellos tenían los pies vendados...


      Después de saborear una cerveza bien fría y descansar nuestras piernas llegó el momento de ponernos a pensar en la cena. En nuestro deambular por las calles no habíamos visto ningún restaurante tentador, así que decidimos ir a San Nicolás, donde nos invitaron a pasar al claustro. No fuimos los primeros, ya había cuatro o cinco mesas ocupadas por alemanes.


      De nuestra cena puedo decir que fue barata, pero no más. Los caldos que nos sirvieron estaban buenos, pero mi churrasco puso a prueba muelas y prótesis, y la empanada de verduras de Ada, asquerosa, según sus propias palabras. Eso sí, el orujo, presentado en un frasquito con pitorro, como en Ponferrada, resultó ser de excelente calidad.


      Ya en el Parador, no pude entender cómo, en una ciudad tranquila como Villafranca, lo habían construido justo en una loma por encima y a pocos metros de la carretera nacional N-VI. Toda la noche nos acompañó el ruido del tráfico de camiones. Este parador lo tengo apuntado en mi libreta de tapas negras.

03 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (IX)

Mayo - Junio 1999

6. León - Villafranca del Bierzo

Ha pasado un mes desde nuestra última salida y ya estamos de nuevo en León dispuestos a proseguir desde esta ciudad la última etapa del Camino de Santiago. El sol nos acompaña esta vez aunque, prudentemente, llevamos por si acaso la gabardina y el paraguas, pero también ropa de verano.


 Pensábamos en un principio comenzar esta última etapa desde León, saliendo por la N-120, cómo no, pasando por Trobajo y visitando el Santuario de la Virgen del Camino pero, al estudiar con más detenimiento las guías del Camino  de Santiago vimos que la primitiva ermita del siglo XVI ha desaparecido, dando paso a una moderna construcción, así que decidimos salir un poco más al oeste, hasta Hospital de Órbigo,

para visitar el famoso puente, el del “paso honroso”, donde Don Suero de Quiñones llevó a cabo en 1434 la gamberrada de cortar el paso del puente durante un mes, retando a combate a todos los caballeros que pretendían llegar a Santiago, y esto, a causa de unos amores no correspondidos, de lo cual maldita la culpa que tenían los trescientos pobres caballeros que fueron derrotados por Don Suero y sus amigotes.

Claro, que en aquella época esto era un acto heroico y dentro de las más estrictas leyes de la caballería. Hoy esta hazaña habría sido imposible pues se habría avisado a la Guardia Civil y esta habría despejado el puente, reestablecido el paso y detenido a Don Suero y los suyos. 
Bromas aparte, el puente sobre el Órbigo es impresionante, de una longitud desmesurada para el cauce aparente del río. Por cierto, que el río, más que tal, parece una alfombra de flores blancas, de ésas que se hacen en algunos pueblos en las grandes solemnidades.

No sé a qué se debe este curioso y bucólico fenómeno, aunque me temo que su causa pueda ser de índole prosaica y antiecológica, como la presencia de fosfatos u otros contaminantes que, no obstante, son un excelente nutriente para las plantas. Allez vous savoir.
Reemprendimos el camino y rodeamos Astorga sin entrar en la ciudad. Desde la autovía, a lo lejos, se distinguían las dos torres gemelas de la catedral.

De Astorga digo lo mismo que de Burgos: la conocemos, pero no bajo el punto de vista de la ruta jacobea. A la primera oportunidad incluiré unas líneas en esta memoria.
Nos habría gustado ceñirnos al Camino más clásico, por Rabanal del Camino y Foncebadón

-aún me escuece no haber visitado la cruz de ferro-, pero nuestras guías y mapas aconsejaban, si se va en coche, subir Manzanal y seguir por Bembibre hasta Ponferrada, que también me apetecía desde que leí “El Señor de Bembibre”.


Pero Bembibre no nos dijo nada, no reconocí en ella los lugares y paisajes que la novela sugiere. Con la esperanza de descubrir algún rincón interesante fuimos recorriendo la villa hasta que nos encontramos en la salida, así que seguimos hasta Ponferrada,

a donde llegamos hacia la una y media de la tarde, aparcando en una placita a la espalda del Instituto de Enseñanza Media, o como este centro se llame durante esta semana.