28 marzo 2014

GUÍA PARA LA DESTILACIÓN DE FRUTAS

Recuerdo que, cuando yo era niño (¡uufff!), me llamaba la atención ver en los días de fiesta a los mayores sentados de sobremesa jugando al tute y pidiendo al patrón "un café completo", es decir, café, una copa y un puro Farias.
Había dos clases de copas: la de coñac y la de "sol y sombra", que era coñac con un poco de anís. El anís puro no se contemplaba entre hombres y no recuerdo que nadie pidiera nunca un whisky.


Al principio se pedía un coñac y te daban un coñac, posiblemente un "Comendador" de Udalla. Pero a medida que fui creciendo observé que al coñac se le iban añadiendo nombres propios tales como Veterano, Torres 5, Terry 1900, Torres 10 ...
Más tarde conocí el pacharán, que se tomaba en "chupitos" y, más tarde aún, comencé a familiarizarme con el orujo, primero el de hierbas y, posteriormente, el blanco.
En cambio, a mi mujer y a sus amigas les encanta el orujo de miel, que es difícil de encontrar fuera de las provincias del norte.
Tal como yo veo la cosa, aunque reconozco que no he consultado con fabricantes ni distribuidores de bebidas, los orujos han ido ocupando buena parte del lugar que tenían los brandies en las sobremesas y los chupitos se han generalizado. Pero esto no ha sido casual ni milagroso: ha sido fruto del esfuerzo de los "aguardenteiros" gallegos y de los destiladores del valle de Liébana que han mejorado sus técnicas tradicionales de elaboración hasta conseguir productos de buena calidad y muy competitivos que, al final, se están imponiendo en el mercado.
Durante mi etapa francesa aprendí que la uva no es la única fruta de la que se pueden sacar bebidas alcohólicas: recuerdo el aroma de manzana que se extendió en la mesa cuando Gerard Bienvenu descorchó una botella de calvados de la cosecha familiar que le había legado su padre, o del sabor de otro calvados con el que me obsequió mi buen amigo Fernand.


También caté con mucho gusto y afición los "schnapps" alemanes y austriacos que me prorcionaba Gilbert Wehmayer: aguardientes muy populares obtenidos destilando vinos de pera, ciruela, cereza y albaricoque. Y me aficioné a ellos. Los encontré muy aromáticos, potentes y de sabor que recordaba la fruta.
En España no se producen ni casi se conocen. Sólo se pueden encontrar en algunas tiendas de delicatessen y a precios muy altos. Bueno, hay una excepción en lo que digo: En la comarca del Jerte hay una cooperativa que produce aguardientes de cereza y ciruela.
Así que, en vista de la imposibilidad de encontrar en la tienda del barrio estos aguardientes a un precio razonable, no he tenido más remedio que aprender a destilar vinos de fruta para poder obsequiarme de vez en cuando con un chupito de este néctar que me apasiona.


Y esto que he aprendido quiero ofrecérselo a los seguidores de La Floropedia. Quizá algún lector avispado y emprendedor pueda sacar una idea que se transforme en un proyecto real que permita que estos aguardientes, como ocurrió hace años con el orujo, se vayan conociendo y consumiendo en España.
Así, que vamos allá:




GUÍA PARA 
LA DESTILACIÓN 
DE FRUTAS 

Florencio  Manteca




ÍNDICE 





CAPÍTULO 1                                                                 LAS MATERIAS PRIMAS                   2

CAPÍTULO 2                                                                 PREPARACIÓN DEL MOSTO             7
                                                                                   Y FERMENTACIÓN

CAPÍTULO 3                                                                 LA DESTILACIÓN                             16

CAPÍTULO 4                                                                 ENVEJECIMIENTO DE LOS              18
                                                                                    AGUARDIENTES

CAPÍTULO 5                                                                 REDUCCIÓN AL GRADO                  19
                                                                                    ALCOHÓLICO DE CONSUMO

ANEXO 1                                                                       PROVEEDORES                             20

ANEXO 2                                                                       BIBLIOGRAFÍA                                21

ANEXO 3                                                                       FICHAS DE CATA                           22

14 marzo 2014

HIDALGUÍA E HIDALGOS DE BRAGUETA (y III)


Una expresión que se utilizaba frecuentemente y que era motivo de sonrisas era la de “hidalgo de bragueta”. El procedimiento para llegar a serlo no podía ser más simple, aunque fatigoso (y no me olvido de aquellas sufridas esposas): consistía en demostrar ante las Reales Chancillerías, encargadas de solventar los pleitos de nobleza y probanza de limpieza de sangre, que se habían tenido como hijos a siete varones seguidos naturalmente, en legítimo matrimonio. 
Los que se engendraban fuera de tan sagrado vínculo no se tenían en cuenta. 
Un hombre podía tener no un hijo, sino veinte con otra mujer que no fuera su esposa y para nada le valía si lo que pretendía era alcanzar la condición de hidalgo. 
Ahora bien, si podía demostrar palpablemente y sin la menor duda que su mujer legítima había parido siete hijos varones y él era el padre, con eso bastaba para que se le extendiera la oportuna documentación que lo acreditaba como hidalgo. 


Y no importaba que el solicitante fuera humildísimo, que no tuviera ni un maravedí, que fuera pobre de solemnidad y aún mendigo o que fuera un total analfabeto. Sus siete hijos varones lo convertían en hidalgo y con ello, naturalmente, se le terminaban apuros y agobios para el pago de los onerosos tributos al Tesoro.
Esto explica que en la España del Siglo XVIII, con nueve millones escasos de habitantes existieran nada menos que quinientos mil hidalgos. O sea que aquel que no lo fuera, a nadie podía culpar de no serlo.
Bastaba con la procreación y tener a su esposa, en los mejores años de su vida, en un embarazo casi perpetuo. Siete hijos y a otra cosa. Pero ¡ojo! tenían que ser varones, las hembras no contaban. 
Desde un punto de vista moderno, este hecho se puede enjuiciar como un premio a la natalidad. Algo semejante a los beneficios de que gozan las familias numerosas de nuestros días.
Aquel que quería ser hidalgo lo único que tenía que hacer era "empreñar" (usando la terminología de la época) a su mujer siete veces y rogarle al Santo de su devoción que en las siete ocasiones los hijos venidos al mundo fueran varones . Y si estos no era seguidos, y por medio se metía una hembra, la alegría podría traducirse en llanto y crujir de dientes.
Quizás de ahí viene aquel refrán de "mala noche y encima parir hija".


Como es natural, la nobleza de sangre nunca estuvo muy de acuerdo con este tipo de concesión de hidalguía. Que el noble cuya dignidad le venía por los méritos de armas realizados por sus antepasados y presumiera de su limpieza de sangre se cruzara en la calle de su pueblo con un porquerizo llevando una piara de cerdos que, por haber tenido siete hijos seguidos poseía la misma dignidad que él, debía ser cosa harto dura de soportar para el primero. 
La nobleza entendía que para alcanzar la concesión de hidalguía debía llegarse por otros cauces y siempre mantuvo una postura de que, a pesar de cédulas de reconocimiento, en lo que a ella se refiriera, no reconocía a aquellos hidalgos procreadores.
Con el tiempo, el número de nobles llegó a ser excesivo, existiendo regiones, como Cantabria, donde proliferaron tanto que se llegó a decir que todos sus habitantes eran hidalgos (2).


La nobleza de sangre sostenía que esto era perjudicial para los intereses de la Corona, puesto que con tantos "hidalgos de bragueta" se reducían los ingresos del Tesoro Real, al estar exentos de los tributos. 
Más como nada podía hacer para impedir que determinado individuo "empreñara" a su mujer cuantas veces le viniera en gana y ella se dejara, lo que hizo fue poner a estos hidalgos cuantos impedimentos pudo con el fin de estorbar su acceso a las Ordenes Militares o a otras instituciones de elevado rango que debían reservarse exclusivamente a los hidalgos solariegos y de sangre.
Los "bragueteros" sostenían, por el contrario, que ellos eran tan hidalgos como los otros y de ahí los numerosos pleitos que, como ya dejamos indicado, se promovían en las distintas Chancillerías y Audiencias Reales. Los hidalgos de sangre, ya que no podían hacer otra cosa, ponían todo su empeño en enredar de tal modo el asunto que la decisión final de reconocimiento de hidalguía al "braguetero" tardara años y más años en solucionarse ya que mientras esto no ocurriera, el solicitante estaba obligado a seguir pagando los tributos.


Cuando después de largos años de costosos pleitos, prácticamente arruinado, al aspirante se le reconocía su condición de hidalgo, y aunque rabiara de hambre y no tuviera para dar de comer a los siete hijos engendrados para conseguir la ansiada dignidad, se mostraba de inmediato orgullosísimo de su estado social y ya no quería ejercer oficios que antes sí practicó, juzgando como una deshonra el trabajo, hasta que el rey Carlos II decretó que la hidalguía era perfectamente compatible con el ejercicio del comercio u otras actividades artesanas, que no degradaban ni menoscababan al hidalgo que las ejerciera.
A partir del siglo XVIII se fue acelerando el proceso de descomposición de una clase que ya no tenía sitio alguno en el nuevo contexto social y económico.
Los hidalgos desaparecieron definitivamente como grupo social en los primeros años del siglo XIX.


(2) No creo que sea justo asociar a los hidalgos montañeses con su capacidad reproductora. Me figuro que en Andalucía, por ejemplo, los hombres libres dispondrían igualmente de bragueta y de afición para servirse de ella y, sin embargo, la cantidad de hidalgos de esa región fue muchísimo menor.
Hay, por tanto, otras razones para explicar la proliferación de hidalgos en el norte:

A principios del siglo VIII se despoblaron los llanos de la alta meseta central, desde el Duero hasta la cordillera cantábrica y así permanecieron hasta que el rey Ordoño I ordenó en 850 su repoblación, a la que acudieron gallegos, astures, cántabros y vascones en busca de fortuna. También llegaron a la frontera mozárabes huyendo de la persecución que padecían en el sur.
El resultado fue que en las tierras así recuperadas y colonizadas surgió una numerosa masa de pequeños propietarios, es decir, de "hombres libres". Como aquella Castilla condal vivió sin grandes señores laicos y eclesiásticos que podrían haberlo estorbado, pudo presenciar el temprano nacimiento de una nueva clase social, la de los caballeros villanos que provenían de las masas de hombres libres.
(Ver entrada de 28 de febrero)



Manual de Urbanidad para niños
Barcelona 1913


13. ¿Cómo se servirá V. de los cubiertos para repartir?
14. ¿Qué defectos evitará V. en el decurso de la comida?

13. En cuanto al uso de los cubiertos para repartir, conviene no olvidar que en el cocido se separa en plato a parte la carne y aves, y después de trinchado se circulan con un te­nedor; 


lo mismo se hace en otro plato distinto con el tocino, jamón y embuchados; la ver­dura circula en una fuente con una cuchara. En los guisados se cortan pequeñas porciones en plato aparte, y de él se sirve a todos sin salsa, poniendo de ésta a los que gusten; lo mismo se hace con cualquier vianda que haya de cortarse en la mesa. Las aves pequeñas se sirven enteras y con cuchara; las embuchadas se cortan en lonjas delgadas; en las mayores se separan las piernas, las alas y la pechuga con una cuchara si se trata de las perdices, y con trinchante y cuchillo si se trata de las de­más. 


Los pescados pequeños fritos o asados se sirven enteros; los mayores se cortan con cu­chara. Las frutas tales como melocotones, pe­ras, naranjas, y otras que hayan de mondarse, pueden servirse con la mano. Las frutas secas y aun el dulce seco pueden tomarse con la mano, pero mejor es servirse para ello de la cuchara. Debo advertir, sin embargo, que nunca he de encargarme de repartir, a no ser que tenga seguridad de quedar airoso en mi cometido; pero jamás he de tomar el cargo de trinchar, si no soy muy práctico en ello. 


14. Durante la comida no debe levantarse la voz, ni traer a conversación cosas que aun de lejos puedan repugnar, ni contradecir a otros, ni hablar en secreto con el del lado. Es acción muy grosera meter el dedo en la boca para extinguir la incomodidad de las encías, o bien escarbar los dientes con las uñas, con el tenedor o con el cuchillo; si tuviere necesi
dad de ello, lo haré con un palillo o monda­dientes. El enjuagarse con ruido, aunque sea tapándose la boca, es, además de molesto, re­pugnante.

07 marzo 2014

HIDALGUÍA E HIDALGOS DE BRAGUETA (II)



La primera distinción que cabe hacer, dentro del concepto que estamos siguiendo, es la de hidalgo de sangre e hidalgo de privilegio.



El hidalgo de sangre, también llamado escudero o infanzón, era aquel a quien la nobleza le venía por descender de quienes habían disfrutado de ella desde tiempo inmemorial. 
El que ha litigado por su hidalguía y ha probado ser hidalgo de sangre era reconocido como hidalgo de ejecutoria. Hidalgo de solar conocido era el hidalgo que tenía casa solariega, o que desciende de una familia hidalga que la tiene o la ha tenido. Para ser reconocido como hidalgo solariego era necesario justificar que los cuatro abuelos habían sido a su vez hidalgos. 
Los hidalgos de privilegio eran tratados de manera despectiva en muchas ocasiones por los de sangre, y se les apartaba de los actos sociales y de participar en hermandades. Estos eran los recién nombrados por algún servicio o tarea y muchos de los que estudiaban en las universidades.
La hidalguía de privilegio no llevaba aparejada automáticamente la hidalguía de sangre, ya que “el Rey puede fazer cavalleros mas non fidalgos” y era preciso el paso de tres generaciones que pudiesen acreditar la asunción del more nobilium desde el otorgamiento del privilegio para que al “hijo de padre y abuelo” se le reconociese la hidalguía. Aquel que podía probar que sus abuelos paternos y maternos eran hidalgos (de cualquier clase) era denominado hidalgo de cuatro costados.





Otras clases de hidalguía hacían referencia a costumbres o fueros específicos otorgados generalmente por los monarcas: Así, por nacer en determinados lugares: por ejemplo, la madre que paría sobre una determinada piedra del municipio aragonés de Caspe, adquiría para su hijo la categoría de infanzón, o todos los nacidos desde principios del siglo XIV en determinados señoríos vascos eran reconocidos como hidalgos, según Fuero de Castilla por el privilegio de hidalguía universal, o el padre que engendraba en legítimo matrimonio siete hijos varones consecutivos adquiría para sí el derecho de hidalguía (era llamado hidalgo de bragueta). 
Por último, los hidalgos de gotera eran los hidalgos reconocidos como tales en un pueblo determinado, de modo que perdían los privilegios de su hidalguía si cambiaban de domicilio trasladándose a otro pueblo distinto.

Esos privilegios diferenciados también servían para clasificar a diferentes tipos de hidalgos de Castilla: los hidalgos de devengar quinientos sueldos eran los que por fuero inmemorial tenían derecho a cobrar 500 sueldos como satisfacción de las injurias que se les había hecho, en lo que parece ser una reminiscencia del antiguo derecho visigodo a recibir compensaciones económicas por no aplicar la Ley del Talión.



Entre los privilegios que el rey concedía a los hidalgos, el principal era el de "no pechar", esto es, lo que equivalía a no pagar tributos a la Corona. Esta fue la causa de que en las Chancillerías de la época se conservasen multitud de pleitos entablados entre diversos personajes que se afanaban en poder demostrar su condición de hidalgos, porque, a veces, era muchísimo más importante quedar exento de pagos y tributos que demostrar que se era de estado noble.

La nobleza, y aún el ejercicio de modestísimos oficios, no derogaba la hidalguía. En muchos pueblos existieron hidalgos que eran labradores, zapateros, comerciantes y hasta "pobres de solemnidad". Y junto a ellos convivían otras personas que eran ricas, que poseían bienes y que, sin embargo, eran "pecheros" tenían que pagar los tributos "y todas sus haciendas no les bastaban para alcanzar la hidalguía".




Los hidalgos pertenecían, en su gran mayoría, a las clases medias y, por lo general, seguían el nivel de riqueza de las regiones en las que estaban establecidos. 
Sería muy aventurado decir que la pobreza fuera general entre los hidalgos, pero que no nadaban en la abundancia queda destacado por el escritor del siglo pasado José García Mercadal en su "España vista por los extranjeros". 

A este respecto, en lo que se refiere a los hidalgos castellanos, dice: "La hora de comer se acerca; la señora aguarda; el hidalgo a su casa. Los caballeros nobles no tienen nada en sus casas, hay que comprar al día las vituallas. Torna a salir el hidalgo y compra para los tres -amo, señora y criado- un cuarto de cabrito, fruta, pan y vino. Modestísima es la comida. No alcanza más la hacienda de un caballero castellano".

Y este hidalgo aún puede considerarse entre los afortunados porque al menos aunque poco, ha podido adquirir alimentos por modestos sean. Otros, ni eso podían, al estar sumidos en la más absoluta miseria. Los hidalgos del siglo XVII se dividían en tres grupos, claramente diferenciados entre sí:

- Los terratenientes de modestos predios que vivían de su hacienda.
- Los hijos de familias arruinadas, o los que alcanzaron la hidalguía por el número de hijos varones que hubieron en su matrimonio.
- Aquellos que para huir de la miseria se enrolaban en el Ejército.

 (Continuará)




Manual de Urbanidad para niños
Barcelona 1913

10. ¿Qué urgencias hay que hacer con di­simulo en la mesa?- 11. En caso de tener V. que re­partir a los demás ¿qué tendrá V. presente?- 12. Ya sea que V. reparta, ya se sirva por si mismo ¿cómo de­berá V. hacerlo?




10. Sonarse, limpiarse el sudor o toser no debe hacerse jamás sin retirarse un poco de la mesa. Eructar o escupir son acciones que provocan a náusea a los que las presencian. Rascarse, sobre todo la cabeza, no lo hacen más que los rústicos. Pasar el brazo por encima de una fuente para alcanzar algo que no se tiene a mano es cosa mal mirada. Llevar la boca a la cuchara o los labios a la servilleta, es olvidarse de que para eso sirven los brazos.

11. En caso de tener que repartir a los de­más, tendré presente que debo entregar los platos con la mano derecha en la izquierda del que los recibe, y éste entrega con la dere­cha el plato vacío. No debo llenarlos de tal modo, ni hacer porciones tan grandes, que sonroje a los comensales o los obligue a dejar la comida en el plato. Al ir a hacer la porción para uno es señal de atención consultar su gusto para complacerle; pero siempre cuidaré de repartir de tal modo, que no queden vacías la sopera o las fuentes.



12. Ya sea que reparta, ya me sirva por mi mismo, no debo olvidar que a fin de que la sopera no presente un aspecto repugnante, se le ha de sobreponer el borde del plato, levan­tando con la derecha el cucharón y trasladán­dolo al centro del mismo. Es también suma rusticidad arrastrar las tajadas o las salsas desde el interior de la fuente para hacerlas saltar al plato.