06 febrero 2015

LA TORRE DE LA RIVA (y V)

CAPÍTULO III

   
N
o sabía por qué, pero las portillas metálicas, ésas que sirven para cerrar el paso de vehículos a una finca, no le gustaban nada. Siempre la misma rutina, corta los cuadradillos finos y los anchos, corta la chapa, monta el bastidor exterior y fíjalo con gatos, puntea con soldadura, monta los cuadradillos finos, puntéalos... Siempre igual, cada portilla igual a la anterior. Procuraba por eso no comprometerse a hacer muchas, pero ésta –se dijo Andrés– ya hacía tres meses que la debería haber entregado. Mejor terminarla de una puñetera vez y no contratar otra al menos en un año.

El disco de corte producía un ruido chillón, penetrante. Y otro larguerillo y más larguerillos, vaya mierda. Por el rabillo del ojo notó que alguien entraba por la puerta del taller. Paró la máquina y se levantó hasta la frente las gafas protectoras.
– Coño, Chicho, ¿qué te trae por aquí? –dijo, aliviado por aquel pretexto para parar un momento.
¿Es martes, no? No me digas que te has olvidado de que habíamos quedado esta tarde para ir a ver la iglesia.
– Anda, es verdad. Espera un poco a que acabe de cortar estas piezas –dijo Andrés, bajándose las gafas– y ahora nos vamos para allá.
El sonido estridente del disco mordiendo con fuerza el acero llenó el taller. Chicho retrocedió hacia la salida observando con curiosidad el chorro de chispas incandescentes que se desprendía de la máquina, como si de una mágica manguera que arrojaba gotas de fuego se tratara. Unos minutos después el ruido cesó y del taller salió Andrés, que cerró la pesada puerta metálica. Los dos hombres se dirigieron a la casa, próxima a la iglesia, donde se guardaba la llave de ésta.
 – No creo que haya mucha luz en el interior –explicó Andrés–, así que me he traído esta linterna por si acaso.
Cuando Chicho entró en la iglesia sus peores temores se confirma­ron. Parte del mortero que cubría las piedras de las bóvedas se había desprendido, dejando en lo alto grandes calvas que destacaban sobre las partes pintadas que aún resistían. Aunque el cascote había sido retirado en su mayor parte, aún quedaban rastros del desastre sufrido, bancos de madera destrozados y apilados en uno de los cruceros, siluetas vacías en los altares indicando el lugar en que, en otro tiempo, habían existido estatuas quizá perdidas para siempre, montones de piedras aquí y allá... 


Aquel espectro de la iglesia que él había conocido de niño, el olor a humedad y a cerrado que invadía el recinto le deprimían. Andrés, insensible a la impresión que todo aquello producía en su compañero, avanzó con decisión hacia el extremo oeste de la nave, hacia uno de los muchos montones de piedras que se encontra­ban agrupados con más o menos cuidado. La luz era escasa y encendió la linterna.
– Mira, aquí hay una marca– dijo, a la vez que dirigía el haz de luz hacia un sillar rectangular–. ¿No ves ese círculo?
Chicho observó con atención la superficie toscamente labrada de una piedra arenisca. Un círculo de unos diez centímetros de diámetro, del que parecían salir como rayos, indicando probablemente un sol, era claramente visible en uno de los lados.
– Qué curioso, nunca he visto nada igual. Y parecen marcas muy antiguas.
– Pues hay más, mira otra aquí.
Efectívamente, el mismo tema del sol se repetía en otra pieza, esta vez perteneciente al arco de una bóveda.
– Y aquí hay una que parece una raspa de pez –señaló con la linterna Andres hacia otro lugar.
Bueno, –pensó Chicho–, parecía una espina pero quizá no lo era. La talla de la piedra era bastante más fina que las que había visto antes y a la espina le faltaba la cola. ¿Cómo puede haber una raspa de pescado sin cola? Además la cabeza no tenía forma de cabeza. 


Cogió con la mano un poco de la tierra húmeda y oscura que cubría las losas del suelo y frotó con ella la marca. Después sacó el pañuelo y, dudándolo un poco, limpió con él la tierra que quedaba en la superficie. El dibujo se veía ahora con claridad. Chicho se apartó un poco, doblando el cuello para mirar bajo otro ángulo.
– Ayúdame a girarla un poco, Andrés –pidió a su compañero.
La espina quedó en posición vertical, la cola que no existía, hacia abajo.
– Ahora ya no parece una raspa, ¿no te parece, Andrés? Ahora parece una espiga de trigo y lo que tiene encima es una R.
– Coño, es verdad, la espiga tiene incluso rabo, ¿no lo ves?
– Sí, sí, desde luego es una espiga con una R. Lo que no sé es lo que quiere decir, nunca he sabido de marcas así.
Había más piedras con otras marcas, pero no estaban a la vista, así que al cabo de un rato salieron al exterior dejando atrás, ante el alivio de Chicho, aquel ambiente de ruina que le deprimía. Dieron un rodeo para llegar al extremo oeste de la nave, allí donde debía haber estado plantada la torre. Las losas del pavimento habían quedado a la intemperie y, contigua a él, paralela a la nave, se extendía una zanja de unos dos metros de profundidad y algo más de un metro de ancho. Andrés indicó un punto por debajo del nivel del suelo.
– Mira ahí abajo, en la pared de la zanja. ¿No ves cómo la arcilla cambia de color? Allí es verde y más abajo rojiza.
Chicho observó un momento la capa de caolín que el corte había dejado al descubierto. Efectivamente, había unos curiosos estratos horizontales, como de cinco centímetros de espesor, que presentaban varios colores diferentes y que se destacaban claramente en el fondo blanco de la arcilla. Miró a su alrededor como buscando algo y avanzó hasta un punto situado al pie del muro de la nave. Un momento después regresó hasta la zanja trayendo en sus manos una improvisa­da escalera de madera y la apoyó en el fondo de la excavación.
– Quiero ver de cerca de qué están hechas esas rayas que se ven –explicó a Andrés, a la vez que descendía hasta el fondo de la zanja.



Los estratos coloreados eran sin duda también de caolín, aunque parecían estar contaminados por algún tipo de mineral que les daba un tinte peculiar. Cogió un poco de aquella arcilla verde, la desmenuzó entre sus dedos, la olió. La textura era más arenosa que la de la arcilla blanca, suave y plástica. Los colores rojos y aún azules de otros estratos le confirmaron que toda la masa estaba compuesta por el mismo mineral, si bien no podía determinar el origen de aquellas curiosas pigmentaciones.
Fijándose ahora en el corte limpio que formaba la pared de la zanja vio que había algo, como un trozo de piedra, incrustado en la masa de arcilla. Escarbó con los dedos hasta arrancarlo, comprobando que se trataba de un trozo de hueso y que, en realidad, toda la pared contenía señales de tener más piezas como aquella. Ya con curiosidad fue extrayendo las que tenía más cerca, hasta que una de ellas, al salir completamente, manifestó con claridad lo que era: un trozo de tibia con todas las trazas de ser humano.
– Oye, Andrés, ¿tú sabías que aquí había huesos? –preguntó, a la vez que alargaba su macabro trofeo.
–  Coño, ¿dónde estaba?
– Debajo de donde estás pisando, la zanja lo ha dejado al descubier­to. Espera –dijo mirando hacia el fondo–, esto está lleno, joder.
Chicho salió de la zanja –pensó Andrés– bastante más de prisa de lo que había entrado y miró con sospecha a su alrededor. Su mirada se detuvo en las losas que formaban el pavimento de la iglesia y que, ahora, sin la torre, se veían desde el exterior. Las losas llegaban casi al borde de la zanja. Avanzó hacia ellas y las examinó. La distribución de su colocación le resultó familiar: cuando eran niños el maestro les había explicado que las losas estaban dispuestas de aquella manera y tenían aquella abertura alargada porque eran enterramientos antiguos. Que en la antigüedad enterraban a los muertos bajo el suelo de las iglesias.
– Vaya una cosa que me has ido a enseñar –Chicho, reprochó a su amigo, a la vez que buscaba algo donde limpiarse las manos–, me has hecho escarbar en un camposanto.



Y se dirigió a toda prisa a la fuente instalada en una zona ajardina­da, a pocos metros de distancia. Mientras se frotaba las manos con tierra y se las lavaba bien, encima tenía que oír las carcajadas de Andrés. Cuando regresó, aún no repuesto del todo del asco que le había asaltado, oyó la voz con retranca de éste.
– Bueno, qué, ¿ya has averiguado de dónde vienen los colores de la arcilla?
Chicho le iba a responder cuando se fijó en que dos personas habían aparecido hacia el otro extremo de la zanja y parecían estar tomando medidas. Hizo un gesto con la cabeza a Andrés, en dirección a ellos.
¿Aquellos?, creo que son los que han estado trabajando aquí, en la zanja.
– Hombre, vamos a hablar un rato con ellos.
Al acercarse hacia los desconocidos, uno de ellos, un hombre grueso que permanecía en cuclillas al borde de la excavación volvió la cabeza. Tendría unos cincuenta y cinco años, de aspecto afable y un tanto descuidado. En sus manos tenía una cinta de agrimensor que, sin duda, la otra persona estaba sujetando más lejos. A su lado, en el suelo, descansaba un cuaderno de notas.
– Buenas tardes –le saludó Chicho, avanzando despacio hacia él.
– Buenas tardes –contestó el otro, mirando a los recién llegados.
Andrés no era amigo de hablar con los desconocidos, sobre todo cuando no sabía qué decirles. Y aquél, se dijo, era un caso típico, aunque a su compañero no parecía preocuparle.
– Ya era hora de que recomenzaran las obras de la iglesia –Chicho pensó que aquel globo–sonda sería tan bueno como cualquier otro–. Porque ustedes son los de la obra, ¿no?
– En absoluto –respondió el otro, no sin cierta ironía, como si hubiera adivinado sus intenciones de sonsacarle–, nosotros estamos haciendo unas excavaciones.
¿Arqueológicas?
– Arqueológicas.



El hombre dejó la cinta en el suelo, hizo una anotación en el cuaderno y se incorporó. Más que grueso era enorme por todas partes, aunque no de aspecto temible. Su camisa se le había salido por detrás dándole un aspecto desenfadado.
– Salvo en el caso de la Cueva del Valle, –continuó Chicho–, creo que ésta es la primera vez que se está haciendo una excavación científica en Rasiles. ¿Hay algo de interés por aquí?
Otra figura salió por detrás del crucero de la iglesia, trayendo en la mano el extremo de la cinta. Se trataba de una mujer, más joven que su compañero, quizá de unos treinta o treinta y cinco años, aunque una sudadera azul marino con un escudo estampado, que le caía más abajo de la cintura, sobre unos vaqueros, le daban un aspecto bastante más joven. Miró a los visitantes con curiosidad y luego se dirigió a su compañero.
¿Hay que tomar más medidas?
– No hace falta, ya tengo todos los datos –contestó el hombre.
Luego se volvió hacia Chicho. –«Creo que tiene usted razón, no hemos encontrado rastros de estudios anteriores relativos a la comarca. ¿Que si hay algo de interés? –continuó–, bueno, hay un poco de todo: pre–romano, un poco de romano, algo más de visigodo y, por supuesto, medieval y moderno».
– Con la profundidad de la zanja –repuso Chicho, evaluándola mentalmente–, no creo que hayan llegado hasta estratos del neolítico.
Los dos miraron con curiosidad a su interlocutor.
– No –respondió el hombre–, nuestro interés se limita a las épocas que le he dicho. ¿No será usted geólogo?
– Sí, precisamente yo también estoy haciendo un estudio por aquí para el Instituto Geológico y Minero. Parece que somos casi colegas –añadió, sonriendo, a la vez que alargaba la mano hacia el hombre–. Me llamo Chicho Maza y éste es Andrés Zorrilla.
– Román Sanemeterio –el gigante extendió la mano–, del Departa­mento de Arqueología de la Facultad de Filosofía y Letras de Santan­der. Ella es Belén Cacho, también del Departamento.
Las presentaciones parecieron facilitar el diálogo, romper el hielo.



– Pues caes bien –Román se dirigió a Chicho–, porque nos hemos encontrado, al hacer una zanja, una piedra alargada, vertical, aislada, en un lugar donde no hay ninguna otra y nos gustaría saber si es algo natural o si ha sido colocada en ese lugar por el hombre.
– Bien, cuando queráis la vemos. Yo suelo dedicar el día a recorrer­me la zona, pero a media tarde ya estoy de vuelta. Pero ahora que estamos aquí, al lado de la zanja, resulta que hemos visto restos humanos por todas partes. Me figuro que son de los enterramientos de la iglesia, ¿no?
Belén, que todavía no había abierto la boca, pareció dispuesta a colaborar en satisfacer la curiosidad de Chicho.
– Sí, pero por lo que hemos visto, algunos enterramientos son anteriores. Es posible que haya una diferencia de cientos de años entre los que están más abajo y los que están próximos al nivel actual del terreno.
– Oye, Román –preguntó (tampoco era cuestión de que ahora que había comenzado a hablar Belén, éste se quedara al margen)–, entonces habéis encontrado rastros romanos y visigodos. ¿Son importantes?


– No mucho. Se puede decir que aquí ha habido romanos, aunque no una población importante ni una guarnición. Hemos encontrado alguna moneda, restos de cerámica y poco más. Hay en cambio muchos más rastros visigóticos: bastantes monedas, armas, aperos, restos arquitectónicos... Incluso debajo de la iglesia, allí donde la zanja descubre los cimientos del paredón que falta, puedes ver que se han armado sobre otros más antiguos. Y si seguimos excavando, probable­mente nos encontraríamos con un muro todavía anterior. La mayor parte de los edificios importantes se hacían aprovechando algo de otros más antiguos.

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