17 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (XI)

7. Villafranca del Bierzo - Santiago de Compostela

Había empezado a llover durante la noche y la mañana estaba desapacible,  una lluvia fina caía sin prisas calándonos la ropa y el ánimo.
   Salimos de Villafranca bordeando el río Valcarce y comenzamos la subida al Cebrero, monte mítico y temido por los antiguos peregrinos. Los modernos iban avanzando en pequeños grupos por la izquierda de la carretera.
Frenados en nuestra marcha por un camión de andar cansino, me fijé en dos hombres que caminaban a buen paso un poco por delante del coche.
Los bordones y las zapatillas deportivas blancas me resultaron familiares. Cuando los rebasamos resultaron ser los “turistas” que yo había frívolamente criticado la víspera en Villafranca, pero no había duda, eran dos más de los peregrinos que, en una larga hilera, iban avanzando con esfuerzo hacia Santiago. Mentalmente les pedí perdón.
La carretera estaba en obras anunciando que algún día sería transformada en autovía pero, por el momento, ofrecía un continuo rosario de paradas y de marcha lenta. Nos costó, pero al final llegamos al alto del Cebrero, a Piedrafita, desde donde dejamos la general para tomar una carretera secundaria hacia Triacastela.


  A unos cientos de metros llegamos al diminuto pero emotivo Santuario del Cebrero, formado por la iglesia que parece una ermita, dos casas y dos pallozas, dedicadas éstas a museo etnográfico y a alberguería.
El monte Cebrero era en la antigüedad un paso tan difícil para los caminantes como el de Roncesvalles, Montes de Oca o Foncebadón, y de aquí la presencia, desde muy antiguo, de un hospital y monasterio para auxilio de los peregrinos. También aquí, como en Roncesvalles, una campana orientaba a los que llegaban perdidos, quizá sorprendidos por la niebla o por la noche.


      La iglesia, pequeñita, construida de pizarra rojiza, tiene un estilo simple, de origen remoto, prerománico. En ella se conservan las reliquias de la carne y sangre de Cristo, milagro local que recoge una de las leyendas del Camino.
      De nuevo en marcha, iniciamos el descenso y al cabo pasamos por Triacastela, aunque sin detenernos, para llegar algo más tarde a Samos.


      Visitamos su enorme monasterio, inicialmente del siglo VII, aunque el actual   es renacentista. Por cierto, que nos encontramos un monje de casualidad, el cual nos facilitó el paso y luego nos dejó solos, a nuestra suerte. Seguramente los habitantes del monasterio tendrían otras cosas más importantes que hacer que la de guiar turistas y, de hecho, el que nos facilitó la entrada se volvió enseguida a sus quehaceres, cuidando el jardín de uno de los claustros. Porque en Samos no hay uno, sino dos claustros.


El más antiguo, el pequeño, tiene una inesperada fuente en su centro, soportada por cuatro tetudas sirenas.
      A la salida del monasterio y antes de abandonar el pueblo de Samos decidimos hacer caso de un cartel indicador y andar doscientos metros para visitar una ermita visigoda. Pero allí no había nada, sólo un grupo de militares en acampada. 
      Otro cartel indicaba la localización del WC, así que, a falta de ermita, me dirigí hacia una pequeña construcción que me prometía un caritativo alivio. Con la consiguiente confusión por mi parte, deteniendo bruscamente la acción de desabrocharme la bragueta, al traspasar  la puerta penetré, nó en el WC, sino en la dichosa ermita.


      Y es que, por muy visigoda que sea, una ermita debe tener el tamaño de una ermita y parecer una ermita. De otro modo alguien puede mearse en lugar sagrado.
      Continuando el Camino nos detuvimos en Sarria, no tanto por la importancia de esta población en la historia de las peregrinaciones, sino porque Ada había pasado allí quince días cuando era pequeña.


      
      Bajo ninguno de estos dos criterios nos dijo gran cosa la ciudad: sólo acertamos a ver, desde fuera, claro, la iglesia románica de San Salvador, el hospital de peregrinos, últimamente sede de los xulgados y hoy abandonado, y a lo lejos, en lo alto del monte, la torre del Castillo de los Castro. Y Ada no recordó nada de sus vivencias de niña.


En cambio nos gustó Portomarín por su paisaje y por la importancia de sus dos monumentos, trasladados piedra a piedra cuando se construyó el embalse de Belasar. Sobre todo la iglesia románica de San Pedro impresiona por su aspecto de fortaleza y la calidad de las tallas de su portada.
Una caña de cerveza en los soportales de la plaza de la iglesia, en compañía de una docena de peregrinos  en bicicleta, y emprendimos de nuevo el Camino pasando por pueblos desconocidos para nosotros: Gonzar, Ventas de Narón, Guntín de Pallares...


      En Palas de Rei hicimos un alto para comer. En la carretera que atraviesa el pueblo vimos el cartel de una "pulpería", concepto infrecuente en nuestra cultura gastronómica , que fuimos incapaces de pasar por alto. Nos sometimos así al régimen que iba a ser frecuente durante un par de días, al menos para mí: caldo gallego y pulpo "a feira", regados con un ribeiro blanco, de barril.

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