10 octubre 2014

De Roncesvalles a Santiago (X)

Vaya, Ponferrada también está en obras, al menos la plaza del Ayuntamiento y calles confluyentes.


  Saltando entre vallas de obra y zanjas dimos con el Castillo de los Templarios, de aspecto impresionante  y cuidadosamente restaurado, y seguimos nuestro paseo cuidando dónde poníamos los pies. Ante la alarmante falta de restaurantes en nuestro campo de visión, me decidí a preguntar a un guardia urbano.
- Pues por aquí, no sé...Tendrían que ir hasta...
- Es que no quiero coger el coche. Tiene que haber un sitio donde comer en el centro del pueblo.
- Bueno, en aquella calle, la segunda que sale de la plaza del Ayuntamiento, está el Bar Bahía y dicen que se come bien.
      Caminando con precaución sobre pasarelas y tablones llegamos al Bahía, que era lo que dijo el guardia, un bar.


No era restaurante pero servían raciones, así que decidimos aceptar lo que estaba a nuestro alcance y nos tomamos unas cazuelitas, mojadas con un vino del Bierzo. Eso sí, al pedir un orujo me trajeron una frasca con un pitorro en el tapón. Mirando de reojo vi que en casi todas las mesas donde estaban tomando café, estaba también la misteriosa frasca. Y vi más, vi que uno de los parroquianos la estaba sacudiendo con decisión sobre la taza del cafelito. Yo hice lo mismo y me pareció una idea excelente.



      Un tanto confusos ante la escasez de restaurantes en el centro -da la impresión de que es necesario disponer previamente una información precisa para encontrarlos-, salimos de la ciudad hacia Cacabelos. Sabíamos de la villa por el vino, aunque ahora no estábamos interesados en él, pero la sorpresa fue ver cerezos por todas partes, no cerezos cualesquiera, sino árboles que reventaban de fruta.
      Me habría gustado cargar la nevera portátil que llevo en el maletero para ocasiones como esta, pero Ada me hizo ver que se estropearían durante los días de viaje que nos esperaban. Lástima.
      Cerca está Carracedo y su monasterio, pero a la hora que pasábamos por allí estaba cerrado. Entre ruinas venerables y partes restauradas estuvimos paseando un rato.



      Sólo un par de peregrinos en bicicleta coincidieron con nosotros en lo que, en otro tiempo, fue monasterio cisterciense.
      Algo más tarde llegábamos a Villafranca del Bierzo y nos acomodábamos en el Parador. A las siete de la tarde comenzamos, según nuestra ya antigua costumbre, a hacer a pie el recorrido de la ciudad siguiendo la ruta de los peregrinos, partiendo de la iglesia de Santiago, románica del siglo XII, situada a la entrada, en lo alto de la villa.


Estaba cerrada, claro, y a su lado se encontraba la alberguería, que contaba, incluso, con una boutique del peregrino: cayados y bordones de diferentes tallas y facturas, cachabas, conchas de vieira con cordoncito, sombreros del siglo XVI, capotes de color marrón, calabazas a modo de cantimploras...
      Un par de individuos de unos cuarenta y cinco años, calzados con playeras blancas, estaban sopesando sendos garrotes. “En fin -pensé, imbuido de un irrefrenable espíritu jacobeo-, no es cosa de criticar que los turistas compren recuerdos para turistas, es algo normal”


      Bajando hacia el centro nos encontramos con el castillo de Villafranca, restaurado en parte. Es una construcción militar, un tanto siniestra, y propiedad, parece ser, de Cristóbal Halfter. Desde allí seguimos hacia la Calle del Agua, una delicia urbanística flanqueada a ambas manos por palacios y casonas admirablemente conservados. Ah, se me olvidaba, Villafranca del Bierzo está ya terminada, bien restaurada y sin obras.


      Siguiendo la calle se llega hasta el puente sobre el río Burbia, desde donde se contemplan sus riberas llenas de huertos. De allí fuimos hasta la colegiata de Santa María,


robusto edificio de estilo gótico tardío. Siguiendo el contorno de la ciudad llegamos a una plaza llena de mamás y de chiquillos, enmarcada por su lado más largo por un caseretón inmenso: el convento de San Nicolás el Real.


      Allí nos enteramos de que una parte de él era restaurante, que en él vivían aún cuatro jesuitas y que estos tenían una alberguería y una pequeña bodega.
      Como llevábamos hora y media andando, hicimos alto en una terraza de la plaza del Ayuntamiento. Dos mesas más allá había un grupo de peregrinos descansando. Dos de ellos tenían los pies vendados...


      Después de saborear una cerveza bien fría y descansar nuestras piernas llegó el momento de ponernos a pensar en la cena. En nuestro deambular por las calles no habíamos visto ningún restaurante tentador, así que decidimos ir a San Nicolás, donde nos invitaron a pasar al claustro. No fuimos los primeros, ya había cuatro o cinco mesas ocupadas por alemanes.


      De nuestra cena puedo decir que fue barata, pero no más. Los caldos que nos sirvieron estaban buenos, pero mi churrasco puso a prueba muelas y prótesis, y la empanada de verduras de Ada, asquerosa, según sus propias palabras. Eso sí, el orujo, presentado en un frasquito con pitorro, como en Ponferrada, resultó ser de excelente calidad.


      Ya en el Parador, no pude entender cómo, en una ciudad tranquila como Villafranca, lo habían construido justo en una loma por encima y a pocos metros de la carretera nacional N-VI. Toda la noche nos acompañó el ruido del tráfico de camiones. Este parador lo tengo apuntado en mi libreta de tapas negras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario