14 noviembre 2014

De Roncesvalles a Santiago (XIII)

      Al día siguiente de nuestra llegada a Santiago teníamos previsto -cómo no- visitar la catedral y Ada quería ganar el Jubileo,
así que a las once estábamos allí con la idea de ver el enorme templo y luego coger sitio para la Misa del Peregrino. Pero en cuanto entramos vimos claramente que había que sentarse inmediatamente si no queríamos permanecer todo el rato de pie.


      La mayor parte de los asientos estaban ya ocupados por una muchedumbre ruidosa y excitada, así que nos sentamos donde pudimos, es decir, en los últimos bancos del crucero de la derecha.
      Ada se levantó poco después para confesarse -o xubileo requere confesar con cura galego e comulgar- y yo me quedé guardando su asiento. Cuando ella regresó yo aproveché para estirar las piernas y ver el Pórtico de la Gloria,
tarea complicada por la muchedumbre que, siguiendo a sus guías de turismo, lo ocupaban todo, destacando sobre el resto la expedición de jubilados de Aliste, todos con un pañuelo verde al cuello que los identificaba.


      Huyendo de los empujones conseguí refugiarme en un rincón desde donde tenía una vista razonable del pórtico y allí me quedé al menos diez minutos contemplando el románico más bello que haya visto jamás.
      De nuevo en mi sitio, vi que el pasillo central del crucero estaba totalmente ocupado por la gente, muchos de ellos peregrinos cargados con sus mochilas. 


Se acercaba la hora de la misa y el maestro de canto comenzó a ensayar con nosotros algunos himnos en latín.

      A las doce comenzó la misa, celebrada nada menos que por dos obispos, el de Santiago y el de Jaca, éste último llegado junto con una peregrinación de su pueblo. El de Santiago dio la bienvenida a los peregrinos en cuatro idiomas. Unos alemanes próximos a nosotros lanzaban exclamaciones, sorprendidos, y creo que emocionados, al oír la salutación en su lengua.


      Al final, después de la comunión, aparecieron los tiraboleiros para ofrecer a los fieles la vieja exhibición del botafumeiro. Y daba miedo, pues a cada estirón de la cuerda el péndulo adquiría más altura, en medio de los gritos de la concurrencia animándolos para que le dieran más caña.
El gigantesco incensario llegaba casi a la horizontal, pareciendo que iba a alcanzar el techo, y aún los peregrinos seguían jaleando a los tiraboleiros.
      Por la tarde, confiando que la catedral estuviera más despejada, regresamos para que Ada pudiera ver con detenimiento el Pórtico de la Gloria. Aunque había misa, todo estaba mucho más tranquilo que por la mañana. El folleto descriptivo sobre Santiago de Compostela indica respecto de esta portada:
“Considerado como la obra cumbre de la escultura románica, el Pórtico de la Gloria es un auténtico prodigio iconográfico labrado por el Maestro Mateo, que consiguió despertar la piedra y ser estatua, gesto y sonrisa cómplice”.
      Dando la última vuelta por el interior de esta enorme catedral, nos topamos con una capilla que nos había pasado desapercibida hasta el momento, la capilla de la Corticela.



      Es una pequeña iglesia románica, una joya de perfección y sobria elegancia, incrustada en un ángulo de la catedral. Durante unos segundos la contemplamos, sorprendidos de no haber sabido de ella antes. La explicación creo que es que la enorme concentración de obras de arte de la catedral de Santiago, y aún de toda la ciudad, hace que sea imposible, en una primera visita, descubrir y valorar todas y cada una de las maravillas que se ofrecen al 

visitante.     Es como si se alcanzase un estado de saturación artística que impide seguir asimilando las obras de arte. Estoy seguro de que si esta pequeña iglesia se pudiera trasplantar a un páramo alejado de cualquier ciudad, habría auténticas colas para admirarla, en tanto que aquí nos la encontramos vacía...


      Recorrimos la ciudad vieja de norte a sur y de este a oeste, visitamos exposiciones como la de arte románico del Palacio de Gelmírez, cenamos más caldo, pulpo y vieiras. Pero siempre nos encontrábamos con un grupillo de gente de Aliste, la última vez ya casi de regreso hacia el hotel.

      Y al día siguiente, con pesar, abandonábamos Santiago de Compostela, que durante un par de días se había apoderado de nuestro espíritu.

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